Benedicto XVI.

Benedicto XVI. Alessandro Bianchi Reuters

LA TRIBUNA

Benedicto XVI fue un electroshock a nuestra cultura en descomposición

El electroshock puede resumirse en la propuesta tantas veces repetida a creyentes y no creyentes: vivir y convivir como si Dios existiera.

2 enero, 2023 01:53

Ha fallecido el primer y último Papa Emérito. Aunque Benedicto XVI no ha sido ni el primero ni seguramente será el último en renunciar al pontificado romano, parece haber consenso en que quien abandone el papado no recibirá ese título. El suyo ha sido (como dijera de modo enigmático en una ocasión su secretario, el obispo Georg Gänswein) “un pontificado de excepción”.

Mejor que un resumen telegráfico de una vida casi centenaria es ofrecer algunas estampas de momentos que reflejan la persona y la obra de Joseph Ratzinger. Seguramente contrastan con la imagen pública caricaturesca que forjaron durante años algunos medios.

El anillo de Benedicto XVI.

El anillo de Benedicto XVI. Reuters

Primera escena. Joseph, niño bávaro, hijo de un matrimonio rural, en los años treinta. Su padre, policía, hablaba abiertamente contra el nazismo. Inteligente y sensible, sus recuerdos de esa época le marcarán para siempre: la belleza de la liturgia, de la música sacra, y su entrelazarse con la vida del pueblo. “Iglesia y taberna”, escribirá después.

Siempre consideró como la mejor prueba de la existencia de Dios la belleza de la vida de los santos y del arte cristiano. En concreto, “la entrañable humanidad que la fe había hecho crecer en mis padres”. Y su adolescencia tímida y lectora interrumpida por el reclutamiento forzoso en las juventudes hitlerianas para servir en una pieza de artillería antiaérea.

Segundo episodio, en los años sesenta. El profesor Ratzinger, jovencísimo teólogo, llenando hasta la bandera las aulas de Münster, Tubinga y Múnich, con sus lecciones de Introducción al Cristianismo (que publicó como libro en 1967), capaces de suscitar una nueva curiosidad por el mensaje de la Iglesia. El perito que acompañó al cardenal Frings al Concilio Vaticano II, y contribuyó a que el Rhin desembocara en el Tíber, dando la vuelta al planteamiento inicial del sínodo universal, con la ilusión de proponer la fe cristiana a un mundo nuevo, descreído, configurado por la ciencia y la emancipación moral.

El mismo también que fundaría la revista Communio, como respuesta a la deriva contestataria y progresista del grupo Concilium encabezado por Hans Küng, subidos a la ola del 68. El mismo que siendo cardenal, continuaría dialogando (en los libros y en las palestras académicas) con los principales pensadores de su tiempo, como Jürgen Habermas, convencido de la fuerza que tiene la verdad. El mismo que aún siendo Papa no dejó de escribir su obra magna sobre Jesús de Nazaret, para demostrar la coherencia entre la fe y las aportaciones de las ciencias históricas, que a la vez invitaba a sus lectores a criticarle.

"Ratzinger no perdió de vista que la destrucción del hombre es siempre el resultado inevitable de la muerte de Dios"

La tercera estampa es la del cardenal prefecto de la doctrina de la fe desde 1981, que trabaja a la sombra de Juan Pablo II buscando nuevas formas de presentar el cristianismo en nuestro tiempo, yendo a lo esencial, pero sin abandonar la fe en el Dios de Jesucristo. Con valentía, pero también con fidelidad, que le obliga a matizar y corregir a quienes no hacen teología de rodillas y trastocan el compromiso con el Reino de Dios por la liberación en clave materialista.

Pero, sobre todo, la escena del prefecto estudiando detenidamente los miles de páginas de casos de abusos a menores por parte del clero, que se intentan esconder en las cloacas de las diócesis y del mismo Vaticano, para mantener el buen olor de la Iglesia. Y ese momento en que propone al Papa polaco hacerse cargo de estos delitos (porque son el principal ataque contra la fe, que le corresponde defender y promover): el teólogo que se transmuta en pastor y barrendero. Pero que no pierde de vista que la destrucción del hombre es siempre el resultado inevitable de la muerte de Dios, del abandono de la Verdad que es Amor.

La cuarta imagen que propongo es la del sacerdote y obispo que celebra en el nombre de Cristo la divina liturgia, consciente de hacer una obra de Dios, no un teatrillo comunitario.

Benedicto XVI, en su visita a Madrid por las JMJ de 2011.

Benedicto XVI, en su visita a Madrid por las JMJ de 2011. EFE

Recuerdo la imagen del Papa Benedicto en una vigilia en Hyde Park, soportando como un chaparrón los aplausos, mientras se escondía detrás de la cruz, que mostraba a los asistentes como una declaración silenciosa de la centralidad de Dios. Imagen repetida de alguna manera en aquella tormenta (esta vez, literal) desatada en Cuatro Vientos durante la JMJ de Madrid, cuando quedó en silencio (ni sermón, ni música) adorando de rodillas la Eucaristía en la Custodia de Arfe, de Toledo, en vez de entretener a más de un millón de jóvenes empapados y absortos.

La quinta estampa es la de un Papa impotente ante la traición de algunos de sus más cercanos colaboradores en el escándalo del Vatileaks. Rodeado de lobos que buscan descarrilar su pontificado, o que simplemente velan por sus propias cordadas y bicocas. Un Papa fracasado en sentido político.

Todo lo anterior era suficiente para hacer de él una personalidad señera de nuestro tiempo, un profeta en medio de la confusión postmoderna. Pero la sexta estampa es la de este mismo hombre que renuncia a todo poder dentro de la Iglesia, a controlar el decurso de los acontecimientos, para dedicarse a una vida de oración, estudio y silencio, como Papa Emérito. El Papa de la palabra, enmudecido y frágil como un cristal. A la sombra de un nuevo Papa, con quien le une una alta estima mutua y la obediencia de la fe, pero que no era el continuador natural de su pontificado.

Hasta aquí el cuadro impresionista. Ahora, un balance. Me gusta pensar en el pontificado de Benedicto como un amable electroshock a nuestra cultura en descomposición. Y pienso que así hemos de leer estos días sus palabras y testamento: dándonos por aludidos.

"La confianza de Ratzinger reposó no en el poder, sino en la fuerza de la propia verdad"

Un electroshock en primer lugar a la Iglesia, con una llamada a poner a Dios en el centro y a la vez a entrar en diálogo audaz con las grandes tendencias de su tiempo sin dejar de lado la Verdad, asumiendo su papel de minoría creativa. Pero también un electroshock a las democracias liberales, tan endebles cuando dejan que se erosionen sus fundamentos morales pre-políticos, que derivan fácilmente en una sociedad emotiva, fragmentada y polarizada.

Por último, un electroshock dirigido a otras grandes tradiciones religiosas, confrontándolas con las exigencias de la razón filosófica y científica, para no derivar en la violencia.

El electroshock puede resumirse en aquella propuesta tantas veces repetida a creyentes y no creyentes: vivir y convivir como si Dios existiera, como si fuera Verdad, como si nos amara incondicionalmente.

¿Ha tenido éxito Benedicto en su intento de despertar las fuerzas soterradas de la civilización cristiana (especialmente de la europea), de ampliar la razón ilustrada hasta hacerle reconocer límites absolutos a la autonomía del individuo, y así fundar un orden social justo sin ceder a la dictadura del relativismo?

Es pronto para decir si esta descarga de lucidez ha sido eficaz. Desde luego, todo parece indicar que no. Pero Ratzinger solía repetir que “el éxito no es un nombre de Dios”. Y le gustaba citar a un Padre de la Iglesia, que afirmaba: “El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza”.

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En una conferencia sobre la nueva evangelización advertía que, como enseña la parábola del grano de mostaza, “las grandes cosas empiezan siempre del pequeño grano y los movimientos de masa siempre son efímeros. Debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es, al mismo tiempo, un gran árbol y un grano muy pequeño. En la historia de la salvación siempre es contemporáneamente Viernes Santo y Domingo de Pascua”.

En la homilía a los cardenales que le iban a elegir nos daba la clave con la que valorar su vida: “El fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor”. La confianza de Ratzinger reposó no en el poder, sino en la fuerza de la propia verdad, de la palabra humana y de la Palabra divina sembradas en el terreno fértil de la razón humana y del corazón del hombre, sediento de amor y de sentido.

Peter Seewald (periodista alemán, biógrafo y entrevistador a fondo del fallecido pontífice) le preguntó poco antes de su renuncia: “¿Es usted el final de lo viejo o el inicio de lo nuevo?”. La respuesta fue: “Las dos cosas”.

*** Ricardo Calleja Rovira es profesor de Ética en la Universidad de Navarra y editor de Vivir como si Dios existiera. La propuesta de Benedicto XVI para Europa.

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