Réquiem por el buen profesor Gabilondo
El autor analiza el cambio de perfil de Ángel Gabilondo durante la campaña y lo acusa de haber hecho seguidismo de Pablo Iglesias y Mónica García.
Pese al icónico final de Casablanca (“Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”), siempre he preferido la frase con la que Rick se desnuda ante Ilsa: “Un día así no se olvida, los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul”. Pura vulnerabilidad, porque es la confesión rendida del amor.
Y es que en un mundo en llamas, sólo el amor es capaz de arrebatar el protagonismo al terror. Por eso, ni siquiera miles de alemanes desfilando en París bajo el Arco de Triunfo consiguieron impedir que Rick se fijase en el vestido azul de Ilsa.
En realidad, esta sensación de que hay un mundo más amplio y no contaminado que merece la pena (pese al acecho del mal) no sólo la suscita el amor. Para despertarla, basta alguien investido de un especial rasgo de humanidad, ya se trate de generosidad, valor, sensatez, inteligencia, piedad o tolerancia.
Por esta razón, estoy convencido de que lo que era Ilsa en París para Rick lo ha sido Ángel Gabilondo en Madrid para muchos ciudadanos.
“Soso, serio y formal”, según su propia definición, el doctor Gabilondo destacaba dentro del hábitat ideológico de la izquierda por su cortesía, afabilidad en el trato, templanza y, dentro de los muy estrechos márgenes que permite la política, respeto a la verdad. Era verlo y decirse (todo aquel que hubiese votado alguna vez a la izquierda constitucionalista y democrática): “Aún es posible”.
O lo era.
El primer aviso de que Gabilondo ya no entonaba La Marsellesa como solía lo dio cuando jaleó la cifra de muertos lanzada por Pablo Iglesias
El debate celebrado en Telemadrid por los candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid ha hecho saltar todas las alarmas. El efecto ha sido demoledor. Más o menos como si la bella Ilsa, en el momento de máximo arrobo en la mirada de Rick, se hubiese quitado el vestido azul, dejando al descubierto el uniforme gris, y hubiese corrido a unirse a las tropas de ocupación.
El primer aviso de que el buen profesor ya no entonaba La Marsellesa como solía lo dio cuando, agazapado entre la claque, jaleó la cifra de muertos madrileños por la Covid lanzada por Pablo Iglesias.
El candidato del PSOE sabía que la cifra era tramposa. No por falsa, sino porque esta no discriminaba entre la hecatombe de la primera ola, responsabilidad exclusiva del gobierno de Pedro Sánchez (que ejercía el mando único en la lucha contra el virus), y las mortalidades mucho más reducidas de las tres olas siguientes, cuando el gobierno de Isabel Díaz Ayuso ya había tomado las riendas al amparo de esa espantada sanchista llamada cogobernanza.
Pero, sobre todo, el candidato Gabilondo sabía que reconocer y aplaudir como abogado defensor de las víctimas a quien, como responsable de las residencias de mayores, había abandonado a su suerte a los más vulnerables en lo peor de la pandemia era una infamia imperdonable.
A partir de aquí, Casablanca dejó de ser Casablanca y la magia degeneró en un híbrido entre péplum italiano y gore de los 80. Destaca la escena en la que el gladiador Gabilondo lanza su red compulsivamente contra Ayuso, acusándola de haber llamado mantenidos a los que engrosaban las colas del hambre.
Ayuso ya había explicado hasta la saciedad que lo que pretendía era denunciar las políticas fracasadas que las causaban y reivindicar que lo que sus víctimas querían no era pasar a formar parte de la servidumbre clientelar de turno, sino recuperar sus vidas y sus trabajos para poder valerse por sí mismos.
Gabilondo parecía ya atrapado en un demoledor proceso de mimetización con los representantes de su entorno político más siniestro, Pablo Iglesias y Mónica García
Pero nada de esto importó a la nueva versión de don Ángel. Aunque el espíritu de lo dicho por Ayuso era contrario a lo que se le imputaba, tenía una letra a la que agarrarse, y un arma así siempre le ha bastado a un buen aprendiz de sofista.
El resto ya lo sabemos. En una perfecta puesta en escena de dignidad ofendida, quizá algo pasada de frenada por visiblemente impostada y aburridamente cansina, el candidato a presidente repitió y repitió la acusación. Según recuerdo, incluso casi tantas veces como la candidata de Más Madrid recordó su condición de médico.
Ante el asombro de todos, Ángel Gabilondo parecía ya irremediablemente atrapado en un demoledor proceso de mimetización con los representantes de su entorno político más siniestro, Pablo Iglesias y Mónica García.
Así, mientras el uno ordenaba a una mujer no sonreír, probablemente olvidando que no se encontraba ni en su ministerio ni en su partido, cotos de caza de ese señorito macho dominante y perdonavidas que Iglesias no puede dejar de ser, y mientras la otra trataba de ocultar su agresividad sectaria bajo un discurso adolescente de abigarradas metas viva la gente (consejo del fabricante: la próxima vez, pruebe a bajar el volumen y dejar sólo la imagen), el candidato socialista parecía avanzar imparable en su salto del azul al gris.
De “profesor Gabilondo” al “Ángel” de Pablo Iglesias. El mejor bautismo para el nuevo juguete roto del sanchismo. ¿Que cómo se llega de uno a otro? Degenerando, siempre degenerando, como decía el banderillero devenido en gobernador civil.
El acto final fue la mejor expresión de la metamorfosis que se estaba presenciando en directo: “Pablo, tenemos doce días para ganar las elecciones”. Los más ingenuos podrán dudar entre si Gabilondo mintió antes (cuando dijo “con este Iglesias no”) o miente ahora, cuando declara sin pudor que el gobierno que quiere para Madrid es un calco del gobierno insomne de España.
Pero de lo que no cabe duda es de que, al menos en una de estas dos ocasiones, Gabilondo ha mentido.
Y esto es lo terrible. Porque, tanto antes como ahora, el candidato Gabilondo estaba pidiendo el voto a los ciudadanos de Madrid.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.