El victimismo siempre ha sido el disfraz de la tiranía. Y quienes se han ido quedando vacíos, por exceso de expectativas o por la pérdida de valores, han visto en la ideología la promesa de un paraíso que salvará sus almas (y la de quienes no quieren salvarse, por la fuerza o por la ley).
Recordemos que utopía en griego significa no-lugar. Ese lugar imposible es el que persiguen los combatientes de la llamada guerra cultural.
A un lado están los herederos del fallido Mayo del 68, cuya lucha política se ha tornado lucha por la hegemonía cultural.
Al otro, los reaccionarios.
Esta guerra (sobran las demás precisiones terminológicas) obliga a cada momento a posicionarse a favor o en contra. El verdadero origen de esta guerra tiene dos vértices. La creencia de que “lo personal es político” y el desplazamiento moral de los hechos hacia las ideas.
En un momento en que la Filosofía de la Historia se toma por osadía o por campo anacrónico, pensar el presente se reduce a manifestaciones concretas y se pierde visión de conjunto. Lo único que se analiza es el producto que aliena al sujeto.
Unas veces son series de Netflix o los nuevos géneros musicales (o sexuales). Otras veces, sentimientos heridos o susceptibles de ser heridos. La parte general que se soslaya es dónde va la historia con el constante martilleo de los discursos que hablan del mal o del bien, y por qué.
Para rebajar el nivel defcon hay que tener confianza en que las revoluciones han claudicado. “No se puede ser revolucionario sino en la medida en que se es incapaz de sentir la historia” dice José Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo.
La Historia, además, le ha dado la razón a nuestro filósofo. Y, precisamente por eso, el asalto al centro de la democracia pasa por asaltar la cultura. El gran problema de la democracia, o su virtud, es que alberga a sus enemigos. Su debilidad es su concordia.
No hay que olvidar que la mano morada que rodeaba hace no tanto el Congreso ahora gobierna cabalgando, entre otras cosas, contradicciones.
Y hace menos tiempo aún, una mezcla entre Village People y Buffalo Bill se plantaba en el epicentro de la democracia liberal (con Batman entre los asaltantes), ante la risa y la preocupación cínica de los que miran a otro lado cuando hay prebendas navideñas para los asesinos de ETA.
O de los que hacen procesiones a urnas y vaginas como si de un trono malagueño en Semana Santa se tratase.
Nos duele el Capitolio viviendo en Valladolid, pero la agitprop es lo pop. Por eso hay que matar a David Hume en Edimburgo, a fray Junípero Serra en San Francisco y a Winston Churchill en Londres. El objetivo es el pasado para que nada quede.
Cuando se le quita la máscara a la cultura, se dibuja el rostro de los demagogos. Porque tan populista es el que baja el cuello y se humilla arrodillado como el que lleva cuernos y pieles. Ambos quieren romper el Estado.
El contraataque no pasa por calzarse un morrión o sacar la Tizona. Es probable que más de uno lleve tiempo afilándola a la espera de resucitar el Tercio Viejo o reinstaurar a los Habsburgo.
No. Lo subversivo es la elegante mesura del moderado. El punk de 30 años usa perfume y lee el Evangelio de Juan, incluso si es ateo.
En esta guerra de trincheras de Twitter y de facultades de Políticas pintarrajeadas con la bandera de la FAI, pasearse con el reloj analógico y un Werther heteronormativo (que llora porque una mujer no lo ama) bajo el brazo es lo provocador.
El individuo pasa a ser la última defensa ante el gregario colectivista que quiere que le subvencionen su enésima exposición antifascista que deconstruye cualquier cosa, o ante el que quiere hacer España grande de nuevo con Donald Trump en el espejo.
Sobran, sin embargo, los imitadores de Chaves Nogales que lo son, pero poco, o cuando les conviene, y nos falta el propio Nogales.
Así las cosas, la figura del emboscado jüngeriano resucita a este verdadero indie del no a la masa y del sí a la libertad para pensar a su aire, a su paz. Que se niega a clavar la rodilla porque nunca le ha pisado el cuello a nadie ni se suma las llamadas del último flash mob que baila y canta (por llamarlo de alguna manera) El violador eres tú.
Escribe Ernst Jünger, que bien podría ser la conciencia del siglo XX, en La emboscadura: “El propósito de todos los sistemas es poner trabas al aflujo metafísico, es domar y amaestrar a la gente en el sentido de lo colectivo”.
La espalda de este sospechoso porta una diana para los nostálgicos del gulag y los obnubilados ancaps que lo odian con el mismo ahínco porque uno no es lo suficientemente anti lo otro. Así como el anarquista fue el tonto útil del bolchevique, lo es el liberal autista para el reaccionario.
La pregunta es la siguiente. ¿Hay que combatir en esta guerra cultural? Sí, pero entre matorrales y con navaja.
Aviso a navegantes: la navaja de hoy es un buen libro.
A los que no quieren entrar en el conflicto, hay que decirles que este los envuelve aunque no quieran. No sirve pensar que eso no va con nosotros porque es una pugna entre demagogos y demócratas. Entre el que quiere deshumanizar al adversario trocándolo por enemigo y el que sólo ve enfrente una perspectiva no compartida, pero legítima.
Los pequeños actos de insumisión, a solas a veces, en silencio, representan el sabotaje que se ejecuta en esta guerra. No dejarse llevar por una horda automatizada en redes sociales.
En Baltasar Gracián ya está la clave: “Hase de pelear no sólo para vencer en el poder, sino en el modo”. La forma, también, es acto de rebeldía. Se vence con lo implícito, incluso con la indiferencia.
Nunca antes lo verdaderamente poético, el detalle, tuvo tanta importancia para contradecir al imperio de la corrección política ni como acto de ofensa.
El interés, como quiso Jean-François Lyotard en La condición postmoderna y demás contrarios a la verdad, es restarle toda validez al discurso para que todo discurso pueda ser subjetivamente válido. Hemos dejado de pensar para volver a creer, pero peor.
A cada derribo, a cada amenaza y grito le responderá, con rechazo, un gesto, un clásico y la certeza de que el tiempo demostrará que de nada sirven las pataletas para dominar los discursos y que las mentalidades de los individuos no se moldearán tan fácilmente.
Greta Thunberg ya ha admitido que no se trata de cambiar el medioambiente, sino la mentalidad. La virgen nórdica de los bosques, patrocinada por la Unesco, se equivoca si cree que puede conseguirlo.
La guerra la perdieron sus contendientes antes de empezar, porque ni en el olvido forzoso se borrará el recuerdo. El reto moral es no caer en un lado o en otro de las trincheras. Al contrario, se trata de pasear entre el fuego con desdén.
*** Santiago Molina Ruiz es periodista y filósofo.