Nulla ethica sine finibus (No hay ética sin límites)
El autor defiende la idea de que una sociedad sin líneas rojas no lleva a la convivencia armónica, sino al caos y a los conflictos permanentes.
F. Nietzsche puso de moda la expresión “Nulla ethica sine aesthetica”, que luego popularizó en España el catedrático de Estética José María Valverde en 1956, cambiando el orden: “Nulla aesthetica sine ethica”. Pues bien, desde hace algunos años hemos olvidado que tampoco puede haber ética sin límites: “nulla ethica sine finibus”.
Vivimos una época caracterizada por el olvido de sí y el olvido del límite. Se nos habla del relativismo (Jean-Fraçoise Lyotard), del pensamiento débil (Vattimo y Rorty), de la sociedad líquida (Bauman), de la deconstrucción del logocentrismo (Derrida). Ante la imposibilidad de encontrar la verdad, se apuesta por los procedimientos (ética procedimental), aparcando a los valores y principios (ética sustantiva) que venían dando solidez al sistema (Luhman).
El mal se hace insufriblemente banal (H. Arendt) mientras los partidos políticos gobiernan en el vacío (Peter Mair). Todo ello se traslada a los nuevos gurús del pensamiento positivo para quienes los límites son meras ficciones creadas por nuestra mente de forma inconsciente, que podemos borrar desde un sillón: “El cielo es el límite” (Wayne W. Dyer), “el poder sin límites” (A. Robbins). Cuestión de cambiar de pensamientos.
En el pasado existían tal vez límites en exceso, pero de ahí hemos pasado de forma pendular (e ingenua) a su carencia, otro exceso. Los humanos siempre han aspirado a ser más de lo que son, lo que constituye parte de su grandeza, pero también su mayor amenaza.
Hoy como ayer nos persigue la hybris y la hubris, un proceso que funciona no tanto como círculo sino como una espiral, pues cada vez que pasamos por el mismo punto nos volvemos más peligrosos debido a la disonancia entre evolución cuantitativa y cualitativa Como recuerda Clausius, en relación con el segundo principio de la termodinámica, “ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron”.
El ser humano ha evolucionado en sentido cuantitativo ―tenemos más cosas, más armas, vivimos más años y almacenamos millones de datos―, pero escasamente en lo cualitativo: no somos mejores personas, ni más felices, ni más humildes. Tendemos a pensar que armados de la Razón lo podremos todo, pero la realidad nos demuestra que somos seres más racionalizadores que racionales.
Sólo cuando respetamos ciertas reglas podemos llegar a ser libres, que es lo que significa ser responsable
El psicólogo social Elliot Aronson sostiene que necesitamos justificar nuestras acciones, creencias y sentimientos para convencernos y convencer a los demás de que lo hacemos es lógico y razonable. En realidad, creamos bucles ideológicos de los que requerimos formar parte para “sentir” que estamos en lo cierto, a costa de que sean “los otros” los que vivan en el error; perdiendo así la ecuanimidad y la capacidad de comprender al discrepante.
Sin embargo, el ser humano no puede evitar ser limitado. Las limitaciones físicas las puede compensar, hasta cierto punto, con innovaciones tecnológicas (puede volar, ser más veloz y vencer enfermedades), las de carácter mental está por ver. Por de pronto, mientras su aparato cognitivo sea imperfecto no podrá aprehender todo lo que le rodea de manera completa, estando condenados, como Sísifo, a perseguir un “conocimiento móvil” donde cada respuesta que encontramos se convierte en puerta hacia nuevas preguntas. De hecho, esta huida del límite en lugar de hacernos más felices nos ha llevado al estado de ansiedad y vértigo permanente.
Hemos matado a Dios, todo nos está permitido, pero no hemos logrado, como buscaba Nietzsche, mayor libertad y autonomía (“el superhombre”) pues no hay verdadera libertad sin límites (de ahí las leyes y el código penal). Sólo cuando respetamos ciertas reglas, las que cuentan, podemos llegar a ser libres que es lo que significa ser responsable. Quitarle a alguien los límites (e.g. de velocidad) es la forma más segura de que se estrelle o que atropelle a otros.
Cuando un gobernante no encuentra límites a su actuación sobreviene la tiranía. La política no lo puede invadir todo. Incluso cuando se lucha loablemente contra la desigualdad no puede caerse en el exceso-reflejo de la igualdad extrema, es decir “sin límites”, pues tanto una como otra corrompen la democracia (Montesquieu, El Espíritu de las leyes, VIII, 2). Y es que somos en parte iguales y en parte singulares, somos “lo mismo” pero no “el mismo”.
Si todos tocáramos el violín no habría música de orquesta y si todos quisieran colar goles no se podría jugar al fútbol. También el proceso de evolución tecnológica debe estar sujeto a límites, como ya alertara H.G. Wells (La isla del doctor Moreau o El hombre invisible) pues si dejamos que los cambios tecnológicos se desarrollen sin ningún criterio moral o social, caeremos en “la vieja e insensata forma de enfocar la tecnología: si funciona, prodúcelo. Si se vende, prodúcelo. Si nos hace fuertes, constrúyelo” (A. Toffler).
El diálogo tiene sus límites. Entender que “todo” es negociable supone disolver el bien común de una sociedad
Tampoco puede haber autonomía sin límites, lo que se aplica no sólo a los adolescentes, sino también a los gobiernos territoriales. Se ha trasladado hábilmente al imaginario colectivo que la autonomía “debe ser” sinónimo de independencia, gasto ilimitado, ausencia de controles y antónimo de responsabilidad y rendición de cuentas.
España es el país de la UE donde más gasto público se ejecuta por las regiones, más que en Alemania y Austria, sin que ello sirva para calmar reivindicaciones de nuevas competencias. De hecho, los nacionalistas reclaman para sí un concepto de auto-gobierno del que no gozan ni siquiera los Estados-nación y que tampoco existe en ningún Estado federal.
Hemos olvidado que el diálogo tiene sus límites. Entender que “todo” es negociable supone disolver el bien común de una sociedad. Hablar con el que tiene ideas distintas a las nuestras nos enriquece y resulta esencial en una sociedad compleja y plural, pero flaco favor haríamos al diálogo si lo convirtiéramos en un instrumento “mágico” que cual bálsamo de Fierabrás curara todos nuestros males con solo untarlo. Si eso fuera cierto no harían falta jueces, árbitros, ni leyes, ni el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Precisamente una sociedad sin líneas rojas no lleva a la convivencia armónica espontánea sino al caos, a la insatisfacción y a conflictos permanentes.
En resumen, necesitamos revisar nuestro modelo de pensamiento porque el actual nos lleva al exceso. En un mundo de locos no se premia la coherencia sino que el cuerdo pase por loco so pena de acabar recluido o apartado. Tzvetan Todorov reconoce que la oferta de la Revolución francesa ─libertad, igualdad y fraternidad─ no basta para gestionar una sociedad tan compleja como la nuestra, proponiendo completar dicha traída con dos nuevos componentes: la necesidad de asumir la responsabilidad de todos los ciudadanos respecto a lo que pasa en su sociedad y la aceptación de la mesura frente al exceso. Se trataría de vivir en el punto medio, alejados de extravagancias e ingenuidades.
En este sentido, la “ética del límite” se revela como un instrumento clave para cualquier modelo que pretenda ser integrador y equilibrado pues mantener la cordura y la concordia implica aceptar que el cordón umbilical que nos une, como personas y como colectividad, tiene también un límite de elasticidad… o de aguante.
*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es 'La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente' (Almuzara, 2020).