La decisión de la Corte Suprema de Justicia de Colombia de ordenar la detención y el arresto domiciliario del expresidente Álvaro Uribe, como medida cautelar en el proceso por presunta manipulación de testigos que le tiene encausado en dicho Alto Tribunal, ha provocado un auténtico tsunami político en el país en plena pandemia. La resolución ha sido cuestionada tanto desde el punto de vista jurídico como político.
Efectuando un análisis desde el punto de vista estrictamente legal, no me cabe la menor duda como jurista -como a otros colegas españoles consultados- que denegar al expresidente la defensa en libertad en un proceso al cual siempre ha acudido respetuosamente a las citaciones es una clara extralimitación del órgano jurisdiccional.
En modo alguno se puede calificar, como expresa el comunicado de prensa judicial, que la resolución se ha dictado para evitar una posible obstrucción judicial, pues en todo el proceso no ha existido ni el más mínimo elemento de sustracción de Álvaro Uribe a la acción de la Justicia. En ningún momento.
También es un exceso habida cuenta de que el acervo probatorio en contra del líder del Centro Democrático de Colombia (CD) es tremendamente débil, y abundan las declaraciones testificales contradictorias de personajes con un historial delictivo por paralimilitarismo y delincuencia común.
La Corte Suprema ha resuelto tan drástica medida basándose sólo en estas pruebas testificales, posiblemente el más endeble de los instrumentos probatorios existentes. En el presente caso, incluso algún testigo ha declarado de forma diferente hasta en ocho comparecencias judiciales sobre los mismos hechos.
El cese dura al menos un año, pero se puede prorrogar, lo que supondría casi apartarlo de la política efectiva
Precisamente, que los únicos indicios los den testigos en un caso de presunta manipulación de testigos ya es llamativo. Y más cuando el proceso lo instruye José Luis Barceló, un magistrado siempre calificado de antiuribista. De hecho, el juez archivó una investigación previa por el mismo delito al líder de la izquierda colombiana pro FARC, Iván Cepeda. El denunciante entonces es hoy el perseguido, Álvaro Uribe, después de que Barceló sobreseyera el caso contra Cepeda y lo volviera en un procedimiento contra el expresidente.
Según obra en los mismos autos judiciales, Iván Cepeda sí recorrió una gran parte de las cárceles de Colombia -y algunas del exterior- en busca de paramilitares presos y de extraditados en la época de los gobiernos de Álvaro Uribe para que declararan en su contra. El resentimiento latente en ellos contra el político pasa por sus condenas, suficiente para lograr unas testificales que pudieran dar lugar a esta medida de prisión domiciliara y, lo que parecía el objetivo principal, que se le revocara su escaño en el Senado colombiano como medida complementaria.
El exceso de la medida preventiva logra así el objetivo que los opositores al CD, que hoy gobierna el país en la persona de Iván Duque, nunca habían logrado: sacar de la escena política al líder más carismático y decisivo de Colombia en los últimos 20 años.
Y es que aun siendo una medida cautelar, la legislación colombiana para aforados prevé como efecto automático el cese en el cargo de representación.
La medida tiene una duración de al menos un año, pero puede ser prorrogable, lo que supondría casi apartarlo de la política efectiva. Duque no podrá presentarse en 2022, pues la Constitución del país prohíbe la reelección presidencial, y la caída de Uribe despeja el camino a la izquierda y la extrema izquierda colombiana.
Según los sondeos, Uribe tiene actualmente entre un 35% y un 40% de favorabilidad. Y su figura es capaz de desequilibrar la balanza hacia el candidato por quien apueste, como ocurrió con Iván Duque en 2018, lo que desarmó y desarmaría al candidato de las izquierdas.
La polarización ha vuelto a Colombia y todos los ojos se dirigen ahora hacia el presidente Iván Duque
Su apoyo popular permanece desde sus años como presidente (2002-2010) en los que logró arrodillar al ejército de narcoterroristas de las FARC, que llegó a tener 25.000 integrantes; desarticuló el paramilitarismo y levantó la economía destruida de un país como Colombia con casi 50 millones de habitantes.
Los malos Acuerdos de La Habana con las FARC, impulsados por su sucesor, Juan Manuel Santos, han reforzado ostensiblemente a la izquierda en las diferentes instituciones del país. Principalmente lo ha hecho en las judiciales, como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), organismo creado ad hoc para exculpar a las FARC. También en la misma Corte Suprema, a raíz de los nombramientos efectuados en época santista.
Hoy los narcoterroristas de las FARC están sentados en los escaños con todo tipo de beneficios y ven a su máximo contendiente detenido. Un caso llamativo es el del exlíder narcoguerrillero Jesús Santrich, a quien la misma Corte Suprema que acaba de detener a Uribe lo dejó en libertad sin acordar medida de aseguramiento alguna, no lo extraditó por narcotráfico y, como no podría ser de otra manera, acabó fugándose.
La polarización ha vuelto a Colombia y todos los ojos se dirigen ahora hacia el presidente Iván Duque, sobre si va a retomar durante estos dos años que le quedan de gobierno las banderas uribistas y sus coaligados naturales de gobierno -aplicando las políticas por las que fue elegido- o definitivamente mantiene una deriva alejada de dichos postulados, mientras que la izquierda se prepara para el asalto al poder en 2022.
*** Néstor Laso es abogado y profesor universitario, y es excoordinador del CD en España.