Al final, en última instancia, somos poco más que un puñado de errores. Eso: solo somos eso, unos cuantos tropezones alrededor de la línea que un día lejano soñamos trazar, y que nunca conseguimos más que bordearla ligeramente. Un resbalón detrás de otro, de diferentes dimensiones, mientras seguimos persiguiendo un encomiable objetivo dibujado en el horizonte, cada vez más difuso y más lejano. Y, por supuesto, algún acierto más bien esporádico. El rey Juan Carlos lo sabe mejor que nadie estos días, y por eso teme que sus compatriotas, y la Historia, le recuerden y le juzguen, solamente, por el elefante abatido, Corina y la comisión saudí.
No es extraño el temor del Monarca: esas tres circunstancias resultan determinantes en cuanto a su figura: son las que hoy le definen. Pero podría ser peor, porque nunca se ha palpado como se hace ahora la fragilidad de la monarquía española. Quién sabe, en este período de transformación tan vertiginoso, cuánto durará. Ya ha subrayado Aitor Esteban, el portavoz del PNV que, o bien cambia, o desaparecerá.
El partido de Pablo Iglesias se siente fuerte en medio de este huracán, y busca un papel estelar en la nueva crisis que sacude estos tiempos complicados y pandémicos. Los líderes de Podemos aprietan el acelerador con un gran objetivo: que más pronto que tarde haya morado en la parte inferior de nuestra bandera.
Se suceden también estos días, al mismo tiempo que las críticas más feroces, algunas extrañas y nostálgicas adhesiones a Don Juan Carlos -aún no ha perdido el privilegio del “Don”-. Pero convendría recordar que aunque haya vivido como un rey, y lo siga haciendo ahora a orillas del mar Caribe, es solo un hombre con más sombras que luces, como la mayoría.
Por supuesto, la humillación a la que se haya sometido en este período se anticipa insondable, quizá proporcional a su poder adquisitivo o, al menos, a la repercusión que ha tenido su figura en nuestro país el último medio siglo.
Pero si llevamos más de cuatro décadas de democracia en España no se puede negar que, en parte al menos, es gracias a Juan Carlos I. El todavía Rey Emérito contribuyó de forma decisiva a la construcción de nuestro sistema democrático al conquistar con habilidad y astucia la confianza del dictador antes de que muriera.
Poco después de la Transición en la que participó con cordura e inteligencia, detuvo -como indudablemente era su obligación- el golpe de Estado que intentaron unos cuantos militares en 1981. Los disparos de Tejero y sus cómplices al techo del Congreso aún se pueden ver, y recibieron no solo la rebeldía de Gutiérrez Mellado y la valentía de Adolfo Suárez, también el rechazo de quien ostentaba el mando supremo de las Fuerzas Armadas.
El papel de Juan Carlos en los últimos tiempos se ha visto ensombrecido, es cierto, por desafortunadas decisiones personales. El rey campechano intentó parar la marea que se venía encima con aquellas once palabras históricas al salir del hospital, tras su factura de cadera en Botsuana: “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
Las disculpas de un rey resultan del todo inusuales y constituyen siempre una sorpresa. Es una lástima para la institución y también para un país que atraviesa un momento extremadamente delicado que, en las postrimerías de su reinado, Don Juan Carlos se haya visto arrollado por sus propias decisiones; las del hombre, no las del rey, las mismas que han acabado conduciéndolo a un sórdido y angustioso exilio.