Con frecuencia, al revelar mi condición de juez, soy interrogado sobre cómo soy capaz de decidir sobre los demás y si ello no me quita el sueño. Pregunta en la que flota un punto de admiración que, en ocasiones, encierra un cierto reproche ante mi osadía por el mero hecho de impartir justicia, como si ello supusiera arrogarme un criterio moral superior al del resto de mis comunes. Esa preocupación encuentra su fundamento en la creencia popular de que la labor de juzgar comporta una aplicación subjetiva de la justicia que, inevitablemente, ha de conducir al desasosiego de quien debe decidir sobre vidas y haciendas ajenas.
Es esa una concepción del juez, extendida a juzgar por el número de veces que he sido interrogado por mis desvelos, y esencialmente equivocada. No voy a negar que la función judicial produce algunas noches de insomnio, ni que ello se produce con cierta frecuencia. Pero existe un somnífero capaz de vencer ese peso inherente a tan elevada encomienda, y que se encuentra en la propia esencia de la función de juzgar en un Estado de Derecho. La atribución de la potestad decisoria en los miembros del Poder Judicial encuentra su fundamento en la ley, y en su estudio, comprensión y rigurosa aplicación se halla el bálsamo que aplaca la carga de decidir sobre cuestiones tan relevantes para los ciudadanos como su propia libertad.
Los jueces no decidimos en conciencia: utilizamos una técnica cuya adquisición supone años de esfuerzo
Cualquier resolución judicial no es sino la plasmación de un proceso técnico que implica una intensa preparación del juez, previa a la adquisición de su condición de tal, y un intenso trabajo de estudio del asunto que ante él se presenta. La función judicial ha evolucionado mucho desde los tiempos del Rey Salomón. Los jueces no decidimos en conciencia, sino que nos limitamos a utilizar una técnica, cuya adquisición supone años de esfuerzo, con importantes renuncias personales.
Cuando un juez se enfrenta a su primer destino, lo hace tras una formación universitaria de un mínimo de cuatro años, a los que sigue la preparación de un examen de ingreso en la Escuela Judicial. La preparación de ese examen, de media, supone la dedicación de otros cinco años de estudio, dedicando a ello unas nueve horas diarias, seis días a la semana. Aproximadamente un 1% de quienes optan a superar tal examen lo consiguen. Tras ello, siguen otros dos años de formación, uno teórico y otro práctico, antes de que cualquier juez en España se enfrente a su primer juicio. Ese aprendizaje, de más de 10 años de estudios, alivia la carga de conciencia que, lógicamente, es mayor en las primeras resoluciones que se dictan.
El decidir, por poner el ejemplo más descarnado del “problema de conciencia del juez”, sobre el ingreso en prisión de un igual, se torna en una operación lógica, donde la valoración subjetiva tiene un espacio mucho más reducido del que pueda pensarse. El juez analiza los hechos que se le presentan, conoce las consecuencias legales que se establecen para tales hechos, y se limita a aplicarlas. Probablemente ello haga que 15 años después de mi primera decisión que llevó a prisión a otro ciudadano, pueda conciliar el sueño sin recordar su cara cada noche. Son ustedes, ciudadanos, quien en última instancia deciden quién y en qué circunstancias debe ingresar en prisión o cuándo debe ser desahuciado de su vivienda otro ciudadano, por poner dos ejemplos donde pueden removerse los sentimientos del juez.
Los exabruptos contra los jueces por nuestras resoluciones debieran ir dirigidos contra quienes elaboran las leyes
La voluntad del pueblo, cada cuatro años, se refleja en un Parlamento cuya principal función es la de aprobar las leyes que día a día estudiamos y aplicamos los jueces. Nuestro margen de decisión dista mucho del que el ciudadano medio piensa que tenemos. La práctica totalidad de los exabruptos que recibimos los jueces por nuestras resoluciones, debieran ir dirigidos contra quienes elaboran las leyes cuya aplicación práctica produce resultados que no siempre son comprendidos. Ello no supone que pueda predicarse la infalibilidad del juez, pero la propia ley arbitra soluciones cuando el juez se separa de su imperio.
Resulta en ocasiones doloroso para los jueces comprobar como se nos culpabiliza de determinadas decisiones que técnicamente son intachables, pero cuyo resultado no es del gusto de la opinión pública. Con independencia de que ese resultado pueda puntualmente repugnar igualmente al juez, si se precia de su condición, deberá emitir el fallo que corresponda en rigurosa aplicación de la ley. Carecemos de la posibilidad de excusar la emisión de un fallo, amparándonos en que nuestra conciencia no nos permite aplicar una ley cuyo resultado pueda parecernos injusto.
La ley es una ayuda para aliviar la conciencia del juez y un límite que nunca puede traspasar
La Justicia, como valor superior al que debe tender nuestro ordenamiento jurídico, orienta tanto la labor del legislador, como la del juez, pero éste tiene limitados los recursos para su consecución, pues por encima de todo se debe a la ley. La ley es al mismo tiempo una ayuda para aliviar esa conciencia del juez, y un límite que nunca puede traspasar, debiendo ajustar su decisión a la voluntad del pueblo plasmada en ésta.
Lo anteriormente expuesto no es incompatible con que las emociones también afloren en la tarea de juzgar. Los jueces no permanecemos impasibles ante los hechos que se nos presentan, muchas veces exhibiéndosenos, con la mayor crudeza, realidades que a cualquiera conmoverían. Es en esos momentos donde hay que dar lo mejor de uno mismo para conseguir aunar en nuestro fallo un resultado respetuoso con la ley y que colme el ideal de Justicia que todos llevamos dentro. Créanme si les digo que en pocas profesiones se puede alcanzar una satisfacción tan grande como la que llena al juez cuando siente que ha hecho Justicia.
***Ignacio de Torres Guajardo es Magistrado y adjunto a portavoz de la Sección Territorial de Madrid de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.