Hacía diez años que un presidente de la Generalitat de Cataluña no visitaba al rey en el palacio de La Zarzuela. Salvador Illa ha roto este miércoles esa pésima costumbre y se ha reunido con Felipe VI en privado tras posar para los fotógrafos de la prensa.
La reunión ha despertado la lógica expectación. En la Cataluña de la última década, la excepcionalidad ha sido la norma y la normalidad, la excepción. Pero el actual presidente de la Generalitat parece dispuesto a devolver Cataluña a la senda de la mínima cortesía institucional. Es decir, a la senda del respeto mutuo entre instituciones del Estado.
No ha sido este el único gesto de Salvador Illa en este sentido. El pasado 23 de agosto, el presidente de la Generalitat recuperó la bandera española, que colocó junto a la catalana y la europea, para su reunión con el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni.
Apenas seis días después, el 29 de agosto, Illa saludó por primera vez al monarca español en Barcelona, adonde Felipe VI había llegado para presidir el acto de inauguración de la Copa del América de Vela y visitar las instalaciones remodeladas del Puerto Olímpico de la capital catalana.
De nuevo, no ha sido eso lo habitual en la Cataluña de la última década. Carles Puigdemont, Quim Torra o Pere Aragonès, e incluso Ada Colau, han esquivado al rey de forma sistemática y se han negado a reunirse con él o siquiera a saludarlo.
Salvador Illa tiene retos muy serios por delante. La decadencia económica, social y cultural de Cataluña no es una tergiversación interesada de la realidad, sino la realidad misma. Miles de empresas han huido de Cataluña, la presión fiscal es la más asfixiante de toda España, la inseguridad callejera es muy superior a la de otras comunidades y sus resultados educativos son los peores del país. La desmoralización y la desorientación de los ciudadanos, tras una década de procés, es innegable.
Illa, que ha reivindicado una y otra vez el legado de Josep Tarradellas, especialmente en lo que respecta a sus esfuerzos por unir al catalanismo político en torno a una idea de Cataluña compatible con el sentimiento de pertenencia a España, ha empezado por tanto con buen pie su andadura como presidente.
Por delante le esperan escollos como el del concierto catalán, que contradice dos de los principios nucleares de esa socialdemocracia a la que él pertenece: el de la igualdad de todos los ciudadanos y el de la redistribución solidaria de los recursos desde las comunidades más ricas hacia las más pobres.
También el de la lengua catalana, que no puede convertirse en una lengua impuesta a los catalanes con la excusa de su protección.
O el de TV-3 y Catalunya Ràdio, que sólo representan hoy a una minoría de los catalanes.
Pero, sobre todo, Salvador Illa tiene por delante el reto de recuperar las relaciones de hermandad entre los ciudadanos catalanes y el resto de España, que los partidos independentistas han volado por los aires durante la última década. Una vez esas tramas de afectos se hayan restaurado, el resto, incluida la economía de una comunidad que no podría sobrevivir aislada del resto de España, llegará por sí solo.
Salvador Illa ha empezado con buen pie en el terreno de lo simbólico. Ahora toca trasladar esos gestos a la política real.