El presidente de los EEUU, Joe Biden, saliendo del Despacho Oval de la Casa Blanca.

El presidente de los EEUU, Joe Biden, saliendo del Despacho Oval de la Casa Blanca. Reuters

Con la retirada de la carrera presidencial, Joe Biden ha hecho algo más que anunciar que no concurrirá a las elecciones estadounidenses de noviembre: ha abdicado en Kamala Harris, a quien ha querido designar como sucesora en su carta de este domingo.

Al darle su apoyo, Biden intenta forzar la nominación de la vicepresidenta para que el Partido Demócrata no se vea inmerso en disputas sucesorias a menos de cuatro meses de las elecciones. Y lo cierto es que se trata de la candidata más probable en las quinielas, y la única que puede reaprovechar los millonarios fondos reunidos por Biden para su campaña.

Pero está por ver que no vaya a producirse una lucha por la nominación en la Convención Nacional Demócrata que empieza el próximo 19 de agosto, y de la que tendrá que salir el nuevo candidato a la Casa Blanca.

Porque, aunque Kamala Harris es más popular en las encuestas que Joe Biden, sigue estando por debajo de Trump, que ha visto además reforzada su popularidad tras el atentado que sufrió la semana pasada.

No es ni mucho menos unánime en el Partido Demócrata la convicción de que Harris sea la indicada para dar el vuelco a los sondeos y evitar la elección de Trump. Y por eso hay muchos demócratas que piden un auténtico debate competitivo, lo que no hace descartable que puedan llegar divididos a la Convención.

Una parte del partido considera que a Trump sólo se le puede vencer en todo EEUU con un varón blanco. Y es que los dos contendientes a las presidenciales de este año no pueden resultar más estereotipados.

De un lado, una mujer negra progresista cuya bolsa de votantes son las clases educadas, urbanas y de mayor poder adquisitivo. De otro, un hombre blanco ultraconservador contrario a la inmigración, que representa a las zonas agrarias y desindustrializadas deprimidas y que, con la elección de J. D. Vance como candidato a vicepresidente, ha renovado su vinculación con los hillbillies perdedores de la globalización.

El problema es que, aunque la dicotomía haya adquirido tintes dramáticos más propios de las series televisivas sobre la Casa Blanca, la tragedia que vive la política estadounidense es muy real. Está en juego la posición de la mayor potencia global en los distintos focos de tensión internacional: el apoyo a Ucrania, la relación con el Kremlin, la política sobre Israel y Gaza y la continuidad en la OTAN; y, con todo ello, el futuro del conjunto de la arquitectura del orden mundial.

Probablemente no se habría llegado a esta situación crítica si Biden no se hubiera enrocado hasta el final, sólo por un empeño personal en resistirse a la abierta presión de miembros de su partido por los que el presidente se sintió tracionado. También el Partido Demócrata tiene su cuota de responsabilidad en la negación de la evidencia durante años del declive de las facultades físicas y mentales de su octogenario candidato, al que sólo retiraron la confianza después de la debacle en el debate presidencial.

Biden ha respaldado a Kamala como último recurso para frenar el auge de Trump, que muchos habían considerado ya imparable. Sólo cabe desear que no sea ya demasiado tarde para ello.