Cuando se cumplen treinta días de la devastadora incursión de los terroristas de Hamás, las Fuerzas de Defensa de Israel han anunciado que planean entrar en la ciudad de Gaza en las próximas 48 horas, tras haber culminado la operación de escisión de la Franja y el cerco a su capital. El domingo se vivió una jornada intensa de bombardeos, y las hostilidades entre los milicianos e Israel, tras la invasión, se han convertido en una guerra de guerrillas.
Esta es la única manera en la que los terroristas, que están sufriendo daños incalculables por la intensiva campaña israelí de bombardeos indiscriminados, pueden enfrentarse a un rival muy superior en capacidad militar. Y más después de que, habiendo enfriado su amenaza de guerra a Israel, no parece que Hamás vaya a recibir ayuda de Hezbolá. La ausencia de un doble frente por el momento envalentona a las FDI, aunque todo apunta hacia una guerra larga.
La información sobre el terreno está muy obstaculizada, lo que da pie a una lucha de narrativas sobre el estado del conflicto por parte de los dos contendientes. Las cifras de bajas humanas que provengan de las autoridades gazatíes, que juegan a la desinformación y a la intoxicación, son siempre muy dudosas, si bien los números, más fiables, de los organismos internacionales arrojan una imagen de una respuesta no siempre proporcionada por parte de Israel.
Tras casi un mes de guerra, ya se puede decir que el actual es el conflicto más sangriento entre israelíes y palestinos desde 1948. Habrían muerto 8.800 palestinos, incluidos unos 3.500 niños, en respuesta a los aproximadamente 1.400 israelíes que fueron asesinados por Hamás el 7-O. Y más de 200 rehenes siguen secuestrados en Gaza.
Los milicianos denuncian reiteradamente que las FDI abren fuego también sobre las rutas de evacuación, sobre campos de refugiados y hasta sobre convoyes de ambulancias. Sin embargo, Israel asegura que, como en este último caso, Hamás aprovecha las ventanas humanitarias y los vehículos sanitarios para mover a sus terroristas. Igualmente, Tel Aviv justifica su rechazo a dejar entrar suministros de combustible en la Franja argumentando que son empleados para vehículos de Hamás.
Se da así una situación absolutamente endiablada en la que, por un lado, Hamás instrumentaliza a la población civil palestina y, por otro, Benjamin Netanyahu no está dispuesto a detenerse ante nada. Y más ahora que está en entredicho su liderazgo, después de que se comprobase que la inteligencia israelí podía haber hecho más por prevenir el ataque del 7-O.
En una situación en la que uno de cada diez edificios en Gaza ha sido reducido a cenizas, y en la que la población civil gazatí acusa la escasez del bloqueo y la desprotección frente a los ataques aéreos, crecen las apelaciones a un alto el fuego para poder atender a los heridos y distribuir la ayuda humanitaria, desde Joe Biden al papa Francisco.
Pero Netanyahu no cede a la presión internacional y se niega en redondo a un alto el fuego hasta que Hamás libere a los rehenes. Y es que, aunque los excesos de las FDI son innegables (pero también matizables), es obligado atender a la encrucijada en la que se encuentra Israel.
Tel Aviv puede y debe hacer más por minimizar las bajas civiles, pero el gobierno israelí está en lo cierto cuando afirma que el cese de los ataques no es una opción, pues sólo daría tiempo y oxígeno a Hamás para recomponerse. Y es que no hay ninguna solución al conflicto palestino-israelí (tampoco la de los "dos Estados") que no pase por el exterminio de Hamás. Y eso, desgraciadamente, implica guerra.
Es difícil de asumir en términos morales, pero el realismo que impone la dialéctica de Estados apunta a que la única salida al ciclo de la violencia es que Israel pueda volver a garantizar su seguridad en la región. Alcanzar la paz implica muertes, si bien no a cualquier precio. Y ahí Netanyahu está obligado a permitir la entrada de ayuda humanitaria en la Franja y a crear zonas seguras realmente protegidas para los civiles.
De igual modo, Estados Unidos está ya en conversaciones para definir la Gaza postocupación. Porque es necesario alcanzar un nuevo equilibrio más estable y duradero cuando acabe la operación militar. Para ello, el abandono de Israel de la Franja y la implicación de los países árabes de la zona en una alianza internacional encabezada por una figura de consenso parece la opción más deseable si se trata de permitir la reconstrucción de Gaza y posibilitar su gobernanza.
En este arreglo, la Autoridad Palestina tendría un papel central. Pero el escenario de un gobierno palestino moderado a la manera del que existe en Cisjordania no está sobre la mesa para un gobierno Netanyahu esclavo de posturas maximalistas.
De ahí que, en la imaginación de una Gaza postguerra, se hace también necesario un relevo de liderazgo al frente de Israel. No sólo la visión belicista, altiva y carente de autocrítica de Netanyahu complica las cosas, sino que el 7-O que ha tenido lugar bajo su mandato, la peor masacre contra judíos desde el Holocausto, le fuerza a poder esgrimir un triunfo militar sin paliativos con independencia de su coste en vidas palestinas.
En cualquier caso, con Netanyahu o sin él, es evidente que los atentados del mes pasado obligan a Israel a redefinir su estrategia de seguridad, que hasta ahora había estado basada en la previsión de ataques y en la disuasión de los mismos. Este modelo, que descuidó otras facetas de la defensa no menos importantes, permitió, a la postre, que Hamás siguiera creciendo apoyado por Qatar e Irán.
El presente no es uno más de los estallidos del inveterado conflicto entre Israel y Palestina, sino una guerra sin precedentes. Y por tanto no puede resolverse como en ocasiones anteriores, con precarios alto el fuego.
Ya no es una opción contener sencillamente a Hamás, sino que es forzoso destruirlo. Y cualquier juicio moral y estratégico sobre las acciones de Israel en Gaza debería partir de esta consideración primordial.