El contenido del acuerdo con Marruecos que se hizo público ayer, tras la cena de gala con la que Mohamed VI agasajó al presidente del Gobierno español, deja un sabor agridulce.
El avance con respecto a la situación vivida durante los últimos meses, desde ese 18 de abril en que el Gobierno decidió acoger en España al líder del Frente Polisario Brahim Gali, es obvio. Pero el acuerdo, redactado en el habitualmente sibilino lenguaje diplomático, deja algunos puntos clave para España en el aire y al albur de la voluntad de Marruecos.
Ejemplo de ello es la mención explícita al Sáhara Occidental y a la "iniciativa de autonomía marroquí", en contraste con la mucho menos explícita referencia a Ceuta y Melilla, que deben conformarse con una mención indirecta al "espíritu de confianza" que evite futuros "actos unilaterales o hechos consumados".
Tampoco aparece en el acuerdo mención alguna a la "integridad territorial" española. Una omisión que ha sido justificada por el Ministerio de Asuntos Exteriores con el argumento de que no es necesario establecer acuerdos sobre territorios españoles.
Sí es más explícito el acuerdo en lo relativo a la inmigración ilegal. En el punto 8 del texto se afirma que "se relanzará y reforzará la cooperación en el ámbito de la migración". Y en el 9 se alude a la "cooperación ejemplar que mantienen los dos países en este ámbito, en beneficio de un enfoque global y equilibrado del fenómeno migratorio".
Detalles protocolarios
El Gobierno ha dado también mucho valor a detalles protocolarios como la presencia en la cena del hijo y heredero de Mohamed VI, Mulay Hasan, así como la del hermano del rey, Moulay Rachid.
Y, en efecto, esos detalles están cargados de significado desde el punto de vista de una diplomacia tan protocolaria como la marroquí. Pero no son garantía por sí solos de que el acuerdo vaya a ser ejecutado en los términos más beneficiosos para España.
La ambigüedad del comunicado deja además un amplio margen de actuación a Marruecos y sólo la interpretación más benevolente y favorable posible a la posición española permite ser tan optimista como lo es el Gobierno español.
El PSOE y España
Mención aparte merece la referencia a ese "partenariado", mezcla de anglicismo y galicismo que oscurece la interpretación jurídica del acuerdo.
Y está el hecho de que el giro de 180 grados en la tradicional postura diplomática española respecto al Sáhara haya sido decidido por el Gobierno con la oposición total del resto del arco parlamentario español.
Que un Gobierno que ha hecho un mantra de "la soledad parlamentaria" del PP haya tomado una de las decisiones más trascendentes para el futuro de España en absoluta soledad no deja de ser, en efecto, irónico.
Pero más allá de la mencionada ironía, llamativa pero no trascendental, está el hecho, bastante más grave, de que el PSOE haya decidido en solitario acerca de un asunto de política exterior que afecta de forma grave a la soberanía nacional. Porque el PSOE puede que sea el partido que más se parece a España, como solía decir José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no es España.