¿A quién le importa la inmigración? Pongamos que las mediciones del CIS sobre las preocupaciones de los españoles son válidas y proporcionan algo parecido a una respuesta. La inmigración, sostiene el barómetro de junio, es el principal problema del país para el 2,6% de los españoles, el segundo para el 4,9% y el tercero para el 3,8%, de modo que más de uno de cada diez compatriotas coloca en el podio de sus inquietudes la llegada de extranjeros, esquivando la bala de los detalles.
La estadística es curiosa, porque aporta valores similares a dos realidades diametralmente distintas, la precariedad laboral y la pérdida de valores — un problema material y una inquietud intangible—, sin aclarar por qué la inmigración es un problema que importa. Yo podría entrar en la estadística. Pero ¿vamos al mismo saco quienes odian o desconfían de los extranjeros, de los negros y musulmanes más que de los blancos y cristianos, y quienes asumimos que la inmigración, inevitable y hasta cierto punto conveniente, es uno de los grandes desafíos éticos, sociales, económicos, políticos y culturales para la prosperidad de los europeos?
Lo que queda claro es que, por una razón o por otra, el barómetro da cuenta de una masa de cientos de miles de preocupados por un fenómeno explicado a brochazos en los medios y sólo usado como arma arrojadiza por los políticos, y en estas condiciones es difícil tomarse el asunto con más seriedad que la pregunta del CIS.
Sólo un iluso puede creer que, más pronto que tarde, acogeremos en España una confrontación útil de ideas, por irreconciliables que parezcan de partida, antes dirigida a resolver problemas que a repartir votos.
Los últimos episodios de nuestra política son ridículos. Bastaron las negociaciones para distribuir a un puñado de chavales —347— entre las distintas provincias de España para que saltaran las costuras: los nacionalistas escenificaron el divorcio con los conservadores, y los conservadores y los socialdemócratas siguen en el juego del gato y el ratón, de modo que no sacan adelante ni una ley de extranjería de mínimos.
Como diría Logan Roy en Succession, no son gente seria.
Sólo Canarias recibe a cuatro de cada cinco inmigrantes irregulares que llegan al país —20.000 de 25.000, entre enero y junio de 2024—, y el dato crece y crece en un archipiélago con menos habitantes que Madrid. Los centros para los menores están desbordados, como los nervios y la salud de sus trabajadores, y los negociadores del Gobierno se sacuden la culpa como las migas en la sobremesa. Lo que en Madrid es una abstracción, en Canarias es una realidad. ¿Qué harán si las previsiones se cumplen? ¿Cómo se las arreglarán cuando los hombres y mujeres de Estado vuelvan a desentenderse de la realidad y los 5.500 niños de los centros sumen 5.500 niños más que vestir, cuidar, educar y alimentar al final del verano?
Es impensable que, con estos mimbres, podamos discutir sobre la inmigración sin rebajar la conversación a los pulsos entre partidos o sin reducirlo a los derechos humanos, sin obviar el impacto racional y emocional sobre los pueblos de acogida o sin despreciar la miseria fuera de Europa.
¿Qué tiene que ocurrir para que la inmigración importe? Nacemos menos que morimos, y ningún plan de natalidad hará que criemos cuatro hijos por pareja en los próximos años. Nuestras penurias con la precariedad laboral, la vivienda y la estabilidad económica están lejos de mejorar, y ni siquiera está claro que esas sean las únicas razones para elegir una vida más ligera. Los desheredados de América y África no dejarán de buscar una oportunidad mejor que la muerte, y los dictadores seguirán abriendo y cerrando el grifo de los embarques como un instrumento de extorsión o de guerra.
Los partidos de la centralidad andan a trompazos por una nueva ley sin definir antes un consenso de país, sin abrir un debate donde los escuchemos a todos, incluso a quienes eliminarían a cualquier precio las fronteras entre los hombres y a quienes salvarían cada dificultad sacando a los militares de paseo. Soy malo con los pronósticos, pero muchos me acompañarán en el augurio. Pronto cambiaremos de tema, salvo que arraigue el cuento de la invasión. Fingiremos interés o indignación por temporadas, y al final asumiremos la dinámica más triste de España: un país ensimismado y sin ideas valiosas para el mundo, atrapado en una mediocridad estratégica que apenas conduce a la tristeza.