¡Un anciano sin fuerzas que quiere asumir los poderes a los que ha renunciado! "Por mi vida, estos viejos necios vuelven a ser niños pequeños".

Estas palabras, que Shakespeare le presta a Gonerilda, la hija ingrata del rey Lear, me vienen a la memoria cuando pienso en las meteduras de pata del presidente Joe Biden.

Biden, que confunde a Macron con Mitterrand.

Biden, que pone al presidente egipcio al frente de México. Biden, que relata una conversación "reciente" con Helmut Kohl.

Joe Biden, en una comparecencia reciente en la Casa Blanca.

Joe Biden, en una comparecencia reciente en la Casa Blanca. Kevin Lamarque Reuters

Un Biden en los huesos, espectral, que sube a trompicones los escalones del Air Force One, buscando las palabras, avanzando a tientas, siempre con ese aire destemplado.

Durante mucho tiempo nos hemos tomado sus despistes, sus traspiés, sus meteduras de pata, por un rasgo de carácter de un político brillante, con una carrera al estilo "Mr. Smith en el Senado".

Nos acostumbramos a esos momentos cómicos involuntarios, que nunca habían llegado a ser realmente preocupantes, cuando alababa el "egoísmo" de los estadounidenses como muestra de su "altruismo" y se refería a los "doscientos millones de muertos de COVID" en lugar de a los 200.000 que realmente fallecieron.

Pero ahora que las meteduras de pata han pasado de castaño oscuro y los bugs cada vez son más numerosos, caemos en la cuenta de lo evidente.

Y, con el mundo convertido en nada más que una enorme ventana para mirones por la que se suceden imágenes, llegó la 'Araña Universal', como llamaban al intrigante Luis XI, y su "panóptico a la inversa" hecho de tuits y retuits, y que ejerce una vigilancia ponzoñosa y carnívora sobre los poderosos, que se regodea y exclama: el gran político, el hábil espadachín, el hombre que logró dominar un tartamudeo juvenil con pura fuerza de voluntad, quizá esté perdiendo la cabeza.

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Pensamos en Saúl, el grandísimo rey, a quien David llamaba "mi príncipe y señor", a quien roía la locura y quien, sufriendo el lento proceso de la decadencia, como su mente ya no era más que la sombra de un fantasma, se disfrazaba para ir a consultar con los nigromantes.

Pensamos en David que, tras fingir que estaba loco para escapar del rey de los filisteos, sufre epilepsia, alucinaciones y un frío que le invade todo el cuerpo del que no consigue librarse, ni en el seno de Abisag ni cuando baila, casi desnudo, ante el Arca.

Pensamos en Salomón, autor del Cantar de los Cantares y constructor del Templo, sabio entre los sabios, cuya cabeza se va pudriendo mientras los lobos acechan.

Pensamos en Lear, errando por el páramo, luchando contra los vendavales y los chubascos, a caballo entre la verdad y la locura, gritando: "¡Fuegos sulfurosos que aniquiláis el pensamiento, precursores del rayo que parte el roble, quemad mis blancos cabellos!". 

No osamos pensar en Nerón, mejor que su leyenda y alumno de Séneca, quien, tras recorrer los caminos de las cumbres de la filosofía, vio cómo la enfermedad del poder lo atacaba y lo devoraba.

Y, sobre todo, evitamos pensar (cuando las fábricas rusas de troles conjuran las imágenes de un presidente que vuelve a su niñez) en esa otra figura del rey loco, Rómulo Augústulo, el niño emperador, último vástago de los césares, con un final de mandato abrupto, casi un haiku, que también supuso el fin del Imperio romano.

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Pero, aunque no pensamos en ello, ya se encargan otros de hacerlo.

Concretamente, los enemigos declarados de Estados Unidos y de Europa, que surgen en todas partes.

Esas gentes saben que el presidente Joe Biden se mostró firme, de manera heroica, en su apoyo al presidente Zelenski, que también se vio atrapado, aunque de forma harto distinta, por la turbina del tiempo. Saben que cuando Israel estaba en sus horas más bajas, fue él, Joe Biden, quien empleó toda su enorme fuerza para impedir que el pequeño Estado judío fuera aplastado entre los muros del odio mundial.

[Editorial: ¿Están Biden y Trump capacitados para liderar los Estados Unidos?]

Y también saben que, en un momento en que los viejos imperios se despiertan y las Casandras están impacientes por ver hundirse el barco de Occidente, nadie mejor que este veterano, este profesional de la política que conoce los tejemanejes de Washington como la palma de su mano, para conseguir que un Congreso megalómano que se pierde en disputas sobre nimiedades vote a favor del paquete de ayuda militar a Kyiv, Jerusalén y Taiwán.

Yo añadiría que Edmond, el traidor del rey Lear, se equivocaba al exclamar: "El joven se levanta cuando el vejestorio cae".

Porque, en este caso, el que se levantará cuando caiga el anciano no es precisamente un chaval.

Es otro viejo, Donald Trump, aquejado de otra forma de senilidad que no pasa por los despistes y los fallos de memoria, sino de un nihilismo que raya en la alta traición cuando está frente a Putin.

Ojalá el presidente Biden sea capaz de ver la situación.

Ojalá le ahorre a la primera potencia mundial, y por tanto al mundo, esta batalla tan terrible y pase el testigo a uno de los suyos que, como él, sirva como dique de contención.

Ojalá tenga la sabiduría incontestable para evitar que una tragedia personal degenere en una catástrofe universal.

Es medianoche en el escenario del mundo, señor presidente.

Ha llegado la hora de la verdad, en la que se decidirá la grandeza o la miseria de las democracias.

Y por parafrasear a Winston Churchill, nunca antes la suerte de tantos ha dependido del destino y la decisión de uno solo.