La izquierda española institucional va como pollo sin cabeza. Lo entiendes cuando ves la foto del nuevo Consejo de Ministros reunido por primera vez. Se huele la esquizofrenia, la brocha gorda, la duda estética.
Por una parte, debemos celebrar que, al desterrar a Podemos, hayan desterrado también su cosa feísta, su estropearse aposta, su flow gorrilla (de esto que no sabías si te estaban representando o si de pura confianza te iban a pedir "un euro, primo" que acababa en abrazo mataleón: una tarde cualquiera en Barcelona).
Digamos que aquel andar por casa estaba a café y medio del riesgo.
Iglesias y los suyos cayeron en una trampa muy vieja, tan vieja como lo que intentaban transgredir. Una visión de la belleza casi del Antiguo Régimen. Parecía que para ser honesto, para ser íntegro, para ser inteligente y valioso, para estar de verdad al servicio de la causa, había que arrancarse la corbata y lucir el look de cuando estás recién levantado un domingo y bajas en pijama a por tabaco con la gabardinilla encima.
Esto es una estupidez por varias razones. Primero, porque la belleza y el cuidado de uno mismo no son patrimonio de nadie, tampoco de la derecha.
Y segundo y más importante, porque la belleza, como dice Alberto Olmos, es en sí misma una promesa de felicidad, y ninguna de estas dos cosas deben resultar desdeñables en política.
No hablo de la belleza canónica y ridícula que le imprime a todo el mundo la misma carita cosida a botox, sino de un gusto que aspire a lo agradable, a la mejor versión de uno mismo, que es algo que puede existir sin traicionarse ni disfrazarse.
A mí siempre me encandiló más la izquierda dandi e intelectual que divagaba filosóficamente entre una nube de humo y se colocaba el sombrero en el cráneo como quien endereza el Estado. Esa izquierda sugerente y misteriosa, bien perfumada, entre detectivesca y poética, que parecía que siempre estaba conspirando o rulando ideas en las tabernas del centro. Una izquierda con la que aún querías meterte en la cama.
En Podemos eran jóvenes y guapos, pero en su afán de no incomodar al obrero trataron de imitarle sin darse cuenta de que lo estaba parodiando. Aquello dio vergüencilla. Era una infantilización estética del trabajador que acariciaba el disfraz, porque afortunadamente vivimos en un país de gente caliente y bella que sabe favorecerse con un vaquero y una americana, y tampoco hacen falta más hostias.
Se les escapó, por lo que sea, aquello que contaba tan bien Escohotado sobre su época de hippie: "Nos hicimos guapos gracias al 'vive y deja vivir', frontera permanente entre sanos y neuróticos". Es verdad que uno está más hermoso cuando anda relajado, consigo mismo y con el resto. Uno está más hermoso cuando no va dando lecciones 24/7, ni haciendo tests de pureza, ni regañando al personal.
A mí me dio pena que con esas tesis estéticas les arrancasen a los humildes la posibilidad y el deseo de lucir esplendorosos, de defender el primor, de creer en los días especiales y en sus rituales.
En Podemos parecía que todas las jornadas eran iguales. Una amalgama espesa de tristeza y lucha encarnizada donde quedó fuera la alegría del evento, de la fiesta, del homenaje. Hasta el último obrero de este país se pone lindo adrede cuando algo le emociona, cuando respeta un acto, cuando saca el entusiasmo afuera. Todo habla. También la ropa.
Entendía a Anguita cuando decía que se le caería la cara de vergüenza de acercarse a un albañil vestido como un pimpollo. Lo entendía. Era listísimo. Sólo que los tiempos eran otros y las fórmulas se renuevan.
¡Tan sólo echábamos de menos un poco de mimo! Tan sólo queríamos seducir sin ser atacados.
No es que la derecha tampoco sea muy ducha en estas cuestiones. Anda que no hay días que huele a alcanfor. Pero esta izquierda nuestra no ha superado del todo el complejo ese de empobrecerse, de sacudirse el lustre para ganar no sé qué.
Ahora la observo y la veo anfíbica. Por un lado sienten pudor ante cosas tan tontas como ponerse un traje de su talla. Por otro lado, ya no quieren ser Podemos (han optado por no empobrecerse, menos mal, porque yo pensaba que la pobreza era algo de lo que debíamos huir todos, no nada de lo que vanagloriarse). El resultado es confuso y desasosegante.
Iba Yolanda Díaz el día de la primera foto del nuevo Consejo arrastrando los pantalones escaleras arriba, escaleras abajo. Cargando una maxilazada de clown que le recomendó, muy probablemente, su peor enemiga.
Iba el de Industria con los bajos bombachos (qué cuesta, digo yo, echarle un pespunte rápido a eso).
Iba la de Igualdad con los pendientes sioux. Me pregunto cuántos pavos reales más habrá que sacrificar en esta legislatura para que ella se exprese.
Iba la de Migraciones que daban ganas de emigrar.
Sólo Sánchez se salva del todo por esa perchita de basket que gasta. Pero que también se gasta con los años. Y esto sólo empieza.
Hay retos por delante, está claro. Habrá que hacer a la izquierda española sexy de nuevo, pero ¿por dónde empezamos?