La elevación meteórica de la canción Si no estás, del joven Íñigo Quintero, al número uno del Top 50 Global el pasado martes está causando estupor. Después de haber coronado también el podio en Bélgica, Alemania y Holanda, se ha convertido en la canción más escuchada de Spotify. Un hito para la música española que sólo habían conseguido antes Rosalía y Quevedo.
No entraré a enjuiciar la canción en sí misma, como han hecho muchos que llevan el sectarismo ideológico incluso a su propia banda sonora, al descubrir que el autor es un chaval del Opus y que la letra tiene un subtexto religioso. De hecho, hay que celebrar que, en un mainstream musical colonizado por hits prefabricados de contenido procaz, vulgar y zafio, se haya colado una canción de temática pía.
Sí resulta interesante, en cambio, indagar en el proceso que ha llevado a que un cantautor que hace dos meses era prácticamente desconocido haya escalado de los 30.000 oyentes mensuales a los 20 millones, y a que a una canción de septiembre de 2022 sólo le haya llegado el estrellato un año después. Porque es una dinámica muy sintomática de la formación del gusto en general, y una muestra de la educación sentimental en la cultura de masas digital.
¡Muchísimas gracias por esta locura! Seguimos 🫡 https://t.co/epiUyU5iL2
— Íñigo Quintero (@inigoquintero_) October 24, 2023
Lo explica el sello de Quintero en un reportaje. Se trata fundamentalmente de llevar a cabo una estrategia de posicionamiento (a veces pagada) en las búsquedas web, en las plataformas y en las playlists de influencers para activar el mecanismo de la viralidad. Más allá del atractivo intrínseco de un single, es evidente que el éxito para una canción de entre las 50.000 que se publican a diario en todo el mundo sólo llega cuando se consigue atraer tráfico hacia ella.
El diseño de estrategias de marketing y distribución para impulsar artistas no constituye una novedad respecto a las prácticas tradicionales de la industria de la música popular. Pero sí un salto cualitativo gracias a la tecnología algorítmica, que permite niveles de propagación exponencial inéditos, y una eficacia publicitaria incomparable gracias a la disponibilidad de métricas y mecanismos de detección quirúrgicos de las tendencias.
En el caso de Si no estás, la clave del contagio vertiginoso ha estado en TikTok, la red social con la tecnología más adictiva, zombificante y alienante de todas. El fundador del sello explica que "allí surge, por una parte de forma orgánica y por otra por el trabajo que se va haciendo". La canción se mete en un trend, se asocia a un hashtag, y ya está en la ola. Y apostilla: "Obviamente, se habla con TikTok para que también lo potencie".
Llama la atención la cantidad de veces que en el reportaje se hace hincapié en la organicidad del éxito de Quintero. Sobre todo porque, a poco que se escarbe, se descubre que la replicación tiene poco de espontánea y mucho de dopaje mediante fórmulas inducidas por una potente maquinaria. TikTok tiene un "botón viral" que le permite propulsar cualquier tendencia a voluntad, dando visibilidad y prioridad a un contenido sobre otro. Es decir, que es la plataforma la que hace que una tendencia se vuelva "orgánica".
Hoy más que nunca nuestros gustos se forman a partir de influjos externos. El consumo de música de la mayoría de la población se rige por el criterio de la novedad y el éxito como valores en sí mismos. Y estos criterios son precisamente los que permiten la maximización del beneficio para las empresas tecnológicas, auténticos editores de lo que se ve, se dice y se oye en la actualidad.
[¿Quién es Íñigo Quintero? El misterioso gallego que ha llegado al top 1 mundial de Spotify]
Nuestra época se organiza mediante lo que Daniel Bell llamó "economía del deseo", un régimen capilar, microscópico, que disciplina y regula los flujos desiderativos (al igual que los comunicativos) para ahormar nuestros gustos a las necesidades del mercado y poner nuestros deseos al servicio de la rentabilidad.
Esto es lo que permite entender que en la sociedad presuntamente más diversa y plural de la historia se produzca tal uniformidad de los gustos y de las expresiones artísticas. Lo que se camufla mediante la retórica de la "personalización" de nuestras experiencias en Internet es un conjunto de protocolos automatizados que estandarizan las ideas estéticas y la creación artística para hacerlas predecibles y cuantificables. Una tecnología mercantilizadora que parametriza y perimetra la realidad en su conjunto para hacerla susceptible de organización industrial.
Las sociedades de control actuales no imponen un régimen disciplinario forzoso y localizable, sino que, por medio de instrumentos como las modas, moldean a los sujetos para someterlos a la conformidad con la norma. Ya lo adelantó Miguel Delibes en los 70, aun cuando las actuales tecnologías de infiltración en la conciencia resultaban impensables entonces: la producción en cadena produce también hombres en serie (y encadenados).
La teoría más sistemática de esta lógica por la que el sistema económico no se limita a responder a los deseos, sino que los moldea, es la del "capitalismo de la vigilancia", expuesta por Shoshana Zuboff. El desarrollo de las tecnologías de comunicación y de la información permitió una monitorización y un rastreo exhaustivo del comportamiento de los individuos para alimentar los sistemas de inteligencia artificial que permiten predecirlos. Hoy, las Big Tech pueden disponer de la práctica totalidad de nuestras experiencias gracias a una arquitectura informática ubicua de dispositivos inteligentes conectados de la que cada vez es más difícil sustraerse.
Todos esos datos son la materia prima para un "mercado de predicciones conductuales". Pero el siguiente estadio de la eficiencia ya no es sólo predecir y conocer las preferencias de los individuos, sino intervenir sobre ellas. Las compañías tecnológicas pasaron a persuadir, estimular y moldear determinadas conductas orientándolas hacia unos resultados rentables, con el horizonte de una automatización total por la que lleguemos a convertirnos en seres programados. Es decir, que hoy el capital tiene a su disposición la herramienta más perfecta de la historia para dar cumplimiento a las viejas aspiraciones omnímodas del poder totalitario.
Por eso es absurdo sostener, como hizo una portavoz de TikTok en España a propósito de la canción de Quintero, que un éxito así ocurre únicamente por "la democracia del contenido", de manera natural. Porque si algo ha quedado desmentido en la era del capitalismo de la vigilancia es el ideal utópico con el que la tecnología de la comunicación quiso legitimarse: el fomento de la emancipación, la democratización y la socialización.
De hecho, el "poder pastoral" (en palabras de Foucault) de la economía del deseo y el capitalismo de la vigilancia, capaz de conducir a un rebaño maleable mediante la mercadotecnia, desenmascara la ideología reinante en nuestro tiempo. Y es que resulta irónico que un sistema económico que se legitima sobre el principio de la "libertad de elegir" niegue de facto tal posibilidad. Porque queda anulada nuestra "voluntad de querer", que, pese a todos los equívocos, es la única libertad que merece tal nombre.
El régimen postdisciplinario no trata ya de reprimir el deseo, sino que lo espolea para poder gobernar a los individuos desde su propia libertad (una a la que sólo el consumo puede dar satisfacción). Un deseo cuyo orden no depende de nosotros es tanto como un amor a la esclavitud.
Las tendencias, como la que ha llevado a la canción del momento a lo más alto hasta que llegue la siguiente, son una más de las "añagazas de la propaganda sugestiva", en palabras de Juan Manuel de Prada: "Que aquello que nos viene impuesto de fuera parezca que nace de dentro; que aquello que ha sido urdido para anularnos parezca que nos afirma y robustece; que aquello que nos esclaviza parezca que nos libera".
¿Qué puede hacerse frente a este panorama tan umbrío, más allá de la práctica de un conveniente minimalismo digital? Cultivar hábitos del corazón virtuosos para robustecerse frente a la atracción de lo pegadizo y lo adictivo. Educar el gusto para no sucumbir inercialmente a los placeres adocenantes. Permanecer vigilantes para no acabar imitando el deseo de los demás.