Qué fácil es perder la razón, cualquier razón, cuando la estrategia es la venganza. He visto las últimas imágenes recientemente liberadas por el Ministerio de Defensa israelí, imagino que como parte del conflicto propagandístico que libran los dos bandos, y desgarran a cualquiera con un mínimo de sensibilidad.
En ellas puede verse cómo los milicianos de Hamas irrumpen en los kibutz y asesinan a los civiles. He visto cómo dejan ríos de sangre en las casas, cómo disparan por la espalda a un hombre que corre para intentar salvarse. Y cómo hacen saltar su cuerpo, abatido en el suelo, con nuevos disparos.
También he visto cómo tirotean a corta distancia a una mujer abrazada a su hija, muerta de pánico, arrodillada detrás de un coche. Y puede verse también a dos jóvenes calcinados, que parecían abrazarse, en los asientos de atrás de otro vehículo.
He visto, quizá tú también, a un padre palestino desesperado alzando con sus brazos extendidos el cuerpo de su hijo, de quizá cinco años, cuyo cuerpo había perdido la cabeza. He oído la consternación y la impotencia de un israelí que explicaba que Hamás había secuestrado a su hijo, y ahora no sabe si vive o no, y desconoce también qué tipo de penalidades estará soportando.
He visto llorar a un gazatí que contaba junto a un bloque de casas en ruinas cómo murieron en un bombardeo catorce miembros de una misma familia a la que él conocía.
Todas las vidas valen lo mismo, todas son iguales en valor. Eso resulta evidente, aunque no todo el mundo lo aprecie. Pero, tan importante como eso, es que la vida no debería ser así, como fue el 7 de octubre. Como es ahora en una parte del territorio de Oriente Próximo. Nadie debería pasar por esto.
Hamas desató, con su acción del 7 de octubre, un baño de sangre insólito que amenaza con convertirse en algo mucho más grande de lo que posiblemente pretendió. Los derechos de las personas no se obtienen a través de la violencia, ni la justifican, ni siquiera aunque estos hayan sido pisoteados durante décadas. Ahora, quienes debían proteger a los ejecutados aquel sábado al amanecer masacran a la población palestina.
Esta espiral de muerte y desolación sólo puede traer más de lo mismo, y en números exponenciales. Mucho más cuando ni Europa ni Estados Unidos son capaces de pedir un alto al fuego humanitario. Como preguntó, desencajada, una parlamentaria en la Eurocámara, "¿quién puede estar en contra de una pausa humanitaria?".
Yo tampoco lo entiendo.
Como resultan igualmente inexplicables los crímenes de guerra, tan comunes en este enfrentamiento. Los rehenes, los hospitales hechos ceniza, la asfixia creciente de dos millones de gazatíes sin alimentos, agua, comida o combustible.
O, los veinte camiones. Estados Unidos, el gran aliado de Israel, tal vez ha pretendido colgarse una medalla humanitaria al conseguir que el Gobierno de Netanyahu acepte que entren dos decenas de camiones para aliviar algo la situación de los ciudadanos.
Pero esa miseria, casi irrelevante para 2.200.000 personas, únicamente solivianta un poco más. Parece una broma, sobre todo cuando hay otros 130 en la frontera, esperando desde hace días a que se les permita asistir a la población. Pero no lo es. Nada tiene sentido en este absurdo bélico que amenaza con propagarse por Oriente Próximo.
Ya son cerca de 4.000 los palestinos fallecidos en este conflicto que ha destruido el 25% de las casas de los habitantes de la Franja, como sostiene la ONU. El fracaso de la diplomacia internacional, más allá de las visitas de Biden y Sunak a Israel, resulta evidente, y las calles de medio mundo lo denuncian en manifestaciones. Hasta grupos de judíos en Washington piden con contundencia que se frene la ofensiva de Israel. "No en nuestro nombre", se puede leer en sus camisetas cerca del Capitolio.
Sin embargo, estamos aún muy lejos de ese escenario. Lo que veremos en las próximas semanas, desafortunadamente, será mucho peor. Aún no ha empezado la ofensiva terrestre.