Otra vez igual.
Hete aquí una región, el Alto Karabaj, a la que durante años se le ha dicho que sus habitantes están de más en la tierra en la que crecieron, en la que nacieron y murieron sus antepasados. Un lugar en el que han echado raíces.
Y entonces, una sombría mañana, una lluvia de cohetes cae sobre las escuelas, los hospitales y las iglesias de Khanabat, Kornidzor y, por supuesto, de Stepankert, la capital.
Se contabilizan los muertos (son más de 1.000).
Los heridos (son casi 20.000).
Los hambrientos, los sedientos, las víctimas del bloqueo que instauró en diciembre de 2022 el autócrata de Azerbaiyán, Ilham Aliev, se dirigen al exilio y dejan atrás sus bienes, sus casas, sus recuerdos, sus cementerios, todo.
Por el momento, son solo unos miles de personas. Pero Armenia, país vecino y, en principio, hermano, espera recibir a 120.000 desplazados. Ha leído las declaraciones de Alíev, quien, en sus emisoras de radio, vocifera que los armenios del Alto Karabaj son infrahumanos y que pretende cazarlos "como a perros".
Ese hombre está familiarizado con los desvaríos de su amo Erdogan, quien fantasea con un nuevo imperio que les otorgue el derecho a sus domadores de manos de acero para que amordacen con tanques y puntos de control a todos los armenios que no hayan querido o no hayan podido huir.
Y todo esto sucede en plena Asamblea General de las Naciones Unidas, ante los pueblos del mundo que, por una vez, están reunidos. Y nadie reacciona.
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Digo "otra vez igual" por una razón.
Por el genocidio. El primero. Me refiero al que, entre 1915 y 1916, fue testigo de que los antepasados de Alíev y Erdogan inauguraron el siglo de los genocidios y, en cierto modo, los inventaron. Un genocidio que se usó a modo de campo de pruebas, algo casi seminal. Un laboratorio que los propios nazis, además, tuvieron en consideración. Un genocidio que, por esas mismas razones, fue una de las dos referencias (la segunda es, por supuesto, la Shoah) que, tras la Segunda Guerra Mundial, permitieron al jurista judiopolaco Raphaël Lemkin acuñar el concepto moderno de genocidio.
Pero, gracias a Dios, aún no hemos llegado a ese punto.
Y no podemos comparar la suerte de los 120.000 refugiados que se esperan en Ereván con la del millón y medio de hombres, mujeres y niños que, en su momento, fueron desollados o empalados, asesinados con hachas o sierras, dejados a su suerte en vagones revestidos de plomo, increpados cuando los dejaban salir. No podemos compararla con la suerte de los que sobrevivieron, abandonados en los desiertos de Siria, donde morían de hambre y de sed, devorados por los buitres, desesperados.
Pero el discurso no ha cambiado.
La intención de los neotómanos, que, como bien sabemos, nunca han admitido el crimen de 1915, no deja de ser la misma.
Y, en cualquier caso, cuando se llevan esas imágenes cosidas a la piel y al alma, cuando uno es nieto o bisnieto de uno de aquellos supervivientes, no puede, al pasar por experiencias como las que están viviendo ahora, evitar pensar que va a volver a suceder. Y, si uno es su amigo, tampoco puede evitar compartir sus temores.
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Pero digo que estamos otra vez igual por una segunda razón.
El abandono de Artsaj, las acomplejadas y débiles protestas de la comunidad internacional, las reuniones de urgencia del Consejo de Seguridad de las que no sale nada concreto nos recuerdan a otros episodios.
Al de los kurdos de Barzani, a quienes trataron como si fueran de usar y tirar, véase, los aprovecharon para la victoria contra el Dáesh y luego entregaron a las milicias proiraníes la zona de Kirkuk en 2017.
Al de los kurdos de la Rojava, a quienes los Estados Unidos de Trump abandonaron en brazos de Erdogan aun siendo nuestras hermanas y hermanos de armas.
Al de los demócratas sirios que habían elegido la libertad y a los que Obama permitió que fueran triturados por la doble mandíbula de Al Qaeda y los Hermanos Musulmanes vía Erdogan.
Al de las mujeres afganas que dejamos atrás en nuestra vergonzosa huida de Kabul.
Y, por supuesto, al de Ucrania, que hace diez años libró una revolución para sumarse a las filas de Occidente y que, cuando Putin respondió invadiendo Crimea, vio que aceptábamos la invasión como hecho consumado.
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Cierto es que la situación tampoco es del todo comparable. Y sé que en derecho internacional, desde que Stalin lo anexionase a Azerbaiyán en 1921, el estatus del Alto Karabaj ha sido el contrario al de Crimea.
Pero el escenario es el mismo.
Un pueblo emerge de la noche soviética.
Al principio, conserva un vínculo con Rusia.
Poco a poco va cambiando de parecer y emprende una revolución, no de rosas, sino de terciopelo, y expresa su deseo de romper con ella por completo.
Le animamos a hacerlo.
Le llenamos los oídos de buenas palabras.
Y cuando Putin, con sus 2.000 "soldados de paz", prefiere dejar a ese pueblo rebelde en manos de su cómplice Erdogan, demostramos, una vez más, nuestra incapacidad para proteger a nuestros aliados.
La tragedia del Alto Karabaj y, quizás algún día, la de Armenia, deviene una prueba de fuego y un trance.
Tenemos dos opciones: adoptar una postura clara a favor de este pueblo amigo e imponerle a Azerbaiyán el mismo tipo de sanciones que a Rusia.
O, la segunda, asumir que nuestra palabra ya no vale nada. En ese caso, aliarse con Occidente se vuelve, en todas partes, algo más peligroso que deseable. Perderemos el beneficio estratégico y moral de nuestra respuesta tardía en Ucrania. Se reanudará el enfrentamiento entre el antiguo Imperio democrático y los Cinco Reyes masacradores a la ofensiva (esta vez de verdad), y se barajarán de nuevo las cartas del gran juego planetario, en el que llevaremos todas las de perder.