Conocí, hace algún tiempo, a Caroline. De 28 años, había ejercido como profesora de Literatura Comparada, durante varios cursos académicos, en una notable universidad del Medio Oeste americano. Su marido trabajaba en el campo de la inteligencia artificial y sus dos hijos, de siete y cinco años, acudían cada día a su colegio en un pueblo del norte de California, donde residen.
Caroline estaba, en ese momento, embarazada de cuatro meses. Esta era su segunda gestación subrogada.
El rostro de la joven parecía el de una mujer feliz. Sus hijos le preguntaban, con frecuencia, por el bebé, aunque sabían que no iba a ser su hermano, ya que su madre solo lo estaba baby-sitting, es decir "cuidando", antes de que naciera. Toda la familia parecía tener una relación magnífica con la niña que llegaría poco menos de medio año después. Quizá porque cada miembro de la familia conocía con precisión cuál sería el lugar de esa niña en el mundo e intuía (al menos los adultos involucrados) el desarrollo de su relación con ella.
Todos parecían, desde luego, felices al respecto.
Irene Montero podrá decir lo que quiera, pero Caroline no estaba siendo explotada. La decisión de gestar un bebé que no era suyo procedía de un lugar que tenía íntima relación con la bondad y con el genuino deseo de ayudar a una familia que no podía concebir por sus propios medios.
La nueva Ley de Derechos sexuales y Reproductivos en España contempla esta práctica como una forma de violencia contra las mujeres. Pero ni Caroline ni su familia estaban sufriendo menoscabo alguno de sus derechos, y por supuesto que ella no estaba siendo violentada de ningún modo.
[Editorial: Sólo sí es sí, salvo que Irene Montero diga que no]
Cobraba por ello, eso es cierto. Y lo hacía porque tenía sentido, dado que se ausentaba de su lugar de trabajo durante gran parte del tiempo que duraba el embarazo. Su relación con los futuros padres del bebé fluía de forma directa y transparente. No había lugar para los celos de los padres futuros ni sensación de propiedad por parte de quien cedía su cuerpo para gestar a la niña que vendría.
Que esta actividad no sea legal en España, como es el caso, no significa que no sea ético (y también posible fuera de nuestro país en, al menos, una parte de los casos).
Sin duda, en otras ocasiones sí puede tratarse de una explotación. Por supuesto, cuando la gestante carece de posibilidades de generar recursos de un modo distinto a este. O cuando lo hace sin desearlo, por algún tipo de obligación, ya sea económica o de otro tipo, entonces hablamos de otra cosa que no puede formar parte de la legalidad.
Esto es lo que procede perseguir. Pero conviene tener en cuenta que no todos los casos son iguales.
Sin duda, el de Caroline no parece que merezca persecución alguna desde ninguna perspectiva. Como otras mujeres en Estados Unidos, ha decidido gestar bebés para otras familias, y lo ha hecho libremente, porque así lo ha deseado. Esta joven estadounidense estaba ejerce, libremente, su voluntad individual.
Ella en absoluto sentía que su práctica resultara denigrante, sino más bien lo contrario. Se sentía agradecida de poder asistir a la familia que (efectivamente) la contrató, favoreciéndola con aquello que, tal vez, se convertiría en el elemento más importante de sus vidas futuras: su hija.
Por ello, aunque la ministra de Igualdad acuse por igual a todos aquellos que tienen que ver con este proceso, resulta gratuito (y también equivocado) juzgar a los padres que escogen la gestación subrogada o a quienes la facilitan. Hace falta una nueva regulación sobre la gestación subrogada que prevea todos los casos y los ponga en un marco diferente. Uno donde no se haya eliminado el sentido común ni el derecho de una mujer a ejercer esa parte de su libertad, siempre que se den las circunstancias que amparen esa decisión.
El caso de Ana Obregón, que tanta polémica ha causado, abre otros interrogantes, el más crucial de los cuales está relacionada con su edad.
Pero ese es, sin duda, un debate distinto.