No me acostumbro...
Todo empieza con una charla para Harper's Bazaar Francia con la actriz y activista iraní Golshifteh Farahani.
Hablamos de la valentía de las mujeres en Irán.
De la represión encarnizada que sufre su pueblo. Hablamos de las condenas a muerte, los ahorcamientos, los balazos que se disparan en las manifestaciones. Recordamos la época en que La Règle du jeu lanzó una campaña de solidaridad con una joven condenada a la lapidación, Sakineh Mohammadi Ashtiani, y ese tiempo aún más pretérito en el que propuse el término "fascislamismo" para designar la gran regresión totalitaria que anhelaba el ayatolá Jomeini.
Hablamos también de Ucrania.
Nos preocupa el ascenso al poder de una internacional de asesinos que incluye también al Afganistán de los talibanes; a la Turquía de Erdogan, y a la China de Xi Jinping. No sabemos si su cuartel general se encuentra en Moscú o en Teherán.
Y ante esas palabras, la prensa y los trolls a sueldo del régimen empiezan con su bombardeo.
Insultan a Golshifteh.
A su familia.
Y, basándose en una página falsificada de uno de mis libros, El imperio y los cinco reyes, me presentan como un demonio que pinta al pueblo iraní como un "pueblo nazi"...
*
La verdad es que en ese libro metí el dedo en la llaga sacando a la luz un hecho poco conocido, pero muy documentado por los historiadores.
El nombre de Irán, en farsi, siempre ha sido "Irán".
Pero el país tenía otro nombre, "Persia", con el que lo conocía el mundo entero y que todos asocian con la poesía, la música, las miniaturas, la porcelana, las escuelas de pintura y las mitologías persas.
Pero llegaron los años treinta del siglo pasado.
En las academias alemanas de Arqueología, Filología y Lingüística se inició todo un debate para determinar dónde se hallaba la verdadera cuna de la célebre "raza aria" que estaba llamada a dominar el mundo.
Apoyándose en la homofonía entre ambas palabras, algunos pseudoeruditos concluyeron que ese lugar era la nación del Avesta y sus textos sagrados; aquella antigua tierra cuyos nobles habitantes se llamaban a sí mismos "arias", entre los "ariaoi" de Heródoto, donde se encuentra la patria de los "arios".
El primero de los pahlavíes, ansioso por emanciparse de la tutela anglosajona, pero también por acercarse a esa otra "nación aria" que Alemania quería ser y en la que el dirigente veía, como muchos otros, el rostro del futuro, cayó en la trampa y el 21 de marzo de 1935 promulgó un decreto que determinaba que el único nombre oficial de Persia sería, a partir de aquel momento, Irán.
Su hijo, que llegó al trono en 1941 después de que los aliados obligasen al padre a abdicar, confirmó en sus memorias que su padre había "fomentado deliberadamente las relaciones entre Persia y Alemania".
El primer ministro del joven sah, el primero en ostentar ese cargo, Mohammad Ali Foroughi, lamentó que el país de Darío, Jerjes y Ferdousí hubiera corrido el riesgo de amputar, "de un plumazo", toda una parte de su memoria.
Se nombró una comisión de sabios que recomendó, dieciocho años más tarde, que se volvieran a utilizar los dos nombres.
Pero el año 1979 ya se atisbaba en el horizonte.
Los mulás, empeñados en erradicar el pasado preislámico, dieron carpetazo a aquel expediente.
Y así, el noble y hermoso nombre de Persia cayó en desuso en las nomenclaturas internacionales.
*
Este episodio lo mencionan todos los historiadores, repito.
Y está detallado en la monumental Encyclopædia Iranica, redactada, desde la Universidad de Columbia y bajo la dirección de Ehsan Yarshater —hasta su fallecimiento en 2018—, por algunos de los especialistas más eminentes en Irán.
Sí, claro que se puede pensar que el asunto del cambio de nombre no es para tanto y que lo único que importa en estos momentos es la revolución de las mujeres, de la vida, de la libertad.
Pero sería estar pensando mal las cosas.
Porque este cambio semántico allanó el camino a la desculturización iniciada en 1979 a manos de esos auténticos fascistas que eran, y siguen siendo, los miembros de la Guardia Revolucionaria de Irán.
Ese cambio precedió al furor iconoclasta que borró el sol y el león del zoroastrismo de la bandera nacional, y atacó los monumentos y símbolos de las dinastías persas en Isfahán, Tabriz y Teherán.
Recuerdo, en cambio, un gesto opuesto del día en que, en 1971, la hermana del último sha acudió a las Naciones Unidas para ofrecer una copia del cilindro de Ciro y el mundo descubrió que allí, veintitrés siglos antes de la Revolución francesa, estaba grabada en arcilla la primera declaración de los derechos humanos.
En las grandes civilizaciones, todo resiste.
Irán solo es Irán si también es Persia.
Y, allí como en todas partes, la batalla por los derechos es también una batalla por la memoria.
Es bien sencillo: la revolución democrática que está viviendo el país tendrá que reaprender a tejer este triple hilo de oro —el del chiismo, la Ilustración y la herencia del Libro de los Reyes— para poder salir victoriosa.