Han pasado casi treinta años desde que los terroristas verdes -es curioso, terroristas del color del dinero- empezasen a atentar contra los símbolos que una vez fueron de todos. Primero con salsa de tomate y pegamento, al estilo pataleta naif; luego, desoídos y coléricos, empuñaron las navajas y convocaron el fuego. Fusilaron la memoria y la belleza, fusilaron el tiempo detenido que rabiaba en el corazón de cada cuadro. El mundo es ya la gran sala de espera de un dentista, purificado y absurdo, aséptico y sin dioses. ¿Cómo fue que triunfaron de nuevo los bárbaros? Todo este aire limpio me da náuseas. Era peor, mucho peor, cocinar el azufre en el pecho.
La inocencia se pierde la primera vez que uno contempla con escándalo la muerte de algo hermoso, la muerte de algo noble.
Nuestros museos fueron democracia. Fueron la casa abierta de los niños pobres que querían hacer la ouija con el pasado del mundo. Llegaban a la tarde a las salas y se ponían a charlar con Velázquez, con Tiziano, con Dalí. No hacía falta tener posibles, no hacía falta tener estatus, ni siquiera hacía falta tener futuro. Una vez pudimos comunicarnos con el tiempo a través del arte que tuvimos al alcance de la mano, y pudimos sacudirnos la vulgaridad que nos es nativa, y pudimos destilar el embrutecimiento, el materialismo, la repugnante literalidad, la zozobra que vive en las cosas.
Supimos lo que era la caridad por Gaspar de Crayer y supimos lo que era la ansiedad por Munch. Supimos lo que era el misterio por la Gioconda de Da Vinci. Supimos lo que era dios por la mano de Miguel Ángel. Supimos lo que era el mar como paraíso fértil por la Venus de Botticelli.
El arte fue como el amor: nos revelaba a nosotros mismos.
El arte siempre gana porque no compite. El amor siempre gana porque no compite.
Por eso empezamos a armar la resistencia allá en 2022, porque a la guerrilla ecologista que hoy es tiránica le dio por poner a luchar al arte con la vida, como si no fueran músculo y carne. Así fue como nos reventaron los tendones. Les vimos destruirlo todo mientras hablaban de un mundo nuevo, de un mundo reiniciado, porque los dictadores modernos se parecen demasiado a los viejos.
No eran activistas: eran ególatras. El activismo nunca tiene cara, nunca brilla nominativamente, y eso lo hace generoso. En esas performances sólo latían ganas de figurar. Ganitas de ser especiales.
Se decían inofensivos, los niños tontos con uñas de colores, los angelitos con garras, pero lo inofensivo, en verdad, sólo era el cuadro: ir contra una pintura -lo único irreproducible que nos quedaba en el siglo de las copias- siempre se pareció mucho a abatir a una criatura recién nacida o a un ciervo legendario. Se pareció mucho a derrotar con vileza las cosas bellas que no intentan defenderse porque no tienen concepción del ataque. Se pareció mucho a escupir sobre lo valioso, que es casi siempre lo vulnerable.
Fue miserable de tan fácil: fueron a derruir lo que se cae y se rompe.
Angélica Liddel aún vive. Ella decía que entre salvar a un Caravaggio y a una persona, ella elegiría al Caravaggio. ¿Es eso cruel o es sabio? Terriblemente, la entiendo. Es necesario que exista algo más sagrado que uno mismo.
Vi caer a Picasso y a Klimt y a Vermeer y a Rembrandt, síntesis del mundo, contraculturales e irrepetibles como una corrida de toros. Las pinceladas de un genio en la baldosa de su tiempo no se pueden imitar: cada cosa que perdimos fue única como un día de nuestra vida. Nos rajaron el ojo sensible, como en los sueños fílmicos de Buñuel. Vinieron más años malos y nos hicieron más ciegos: debimos hacerle caso a Sánchez Ferlosio.
Ahora los ciudadanos longevos caminan por ciudades desinfectadas, sin rastro de espíritu, y a la noche llegan a casa exhaustos de décadas y se esconden en cuartos sin ventana para pintar como delincuentes. ¿De qué color es lo hueco?
No estamos tan mal, al cabo. Funciona bien el estraperlo. Nunca fuimos tan elegantes como en el contrabando.
Yo soplo ya sesenta y tengo un secreto, que es un búnker: en el sótano escondo cuadros que logramos salvar de los museos en llamas. No hay nada más ahí, sólo ellos y un sillón mullido donde me hundo a mirarlos durante horas. Cada uno tiene sus vicios. A mí me gusta drogarme con ellos mientras suena de lejos la sirena de la policía.