Un error común de los incautos es triunfar demasiado pronto y luego no saber qué hacer con el resto de la vida, que a menudo es ordinaria, lineal y repetitiva, pero que sin embargo acaba demasiado deprisa, como decía Woody Allen. Quién puede elegir su mejor momento, si hay algunos que no llegan a conocerlo nunca.
Iker Casillas fue hermoso, brillante y célebre prematuramente, y esas son tres cosas que la propia biografía de uno siempre se empeña en contradecir más tarde, con el golpe oscuro y misterioso del tiempo, cuando el balón que chutaste con el gracioso don de un niño te regresa a la cara con la idéntica fuerza, con la terrible precisión de los años luminosos: entonces descubres que el rostro hostiado que te late entre las manos ya es de otro, el de un hombre cansado y con crisis de fe, cosido a sospechas, especialmente acerca de aquel varón de más de 40 que le mira con circunspección desde el espejo. ¿Cuánto tiempo puede vivir uno en su cuerpo sin caerse bien?
Este mecanismo cruel de la vida recuerda al caso de Jep Gambardella de La gran belleza: una vez, siendo casi un muchacho, cedió a la profecía de los genios breves y escribió la novela perfecta. Maldita sea la hora. Lo que siguió fue sólo la madurez y la vejez, pero parecieron siglos de nostalgia hacia sí mismo, hacia quién era él cuando dio con el secreto interno del libro, cuando reventaba a stendhalazos con las ruinas y los soles y las espaldas desnudas de las mujeres nuevas, cuando amó con la fascinación primera, la purísima, la imposible de imitar. Debe de resultar agotador comer hasta la muerte del pasto de un tipo que ya no existe. Debe de resultar agotador -qué curioso- vivir de las rentas.
Algo así le pasa a Casillas, el novio lindo de España que hoy se parece mucho más a su cuñado tosco: un histrión sin ángel que vende productos contra la alopecia. Fue el santo castizo, fue el mimado de Móstoles, fue un niño beneficiado por su propio silencio, que le hacía parecer humilde, entrañable y un poco enigmático. Luego hemos descubierto la verdad: tampoco es que guardase mucho que decir. Pero entonces tenía la magia esa del que lo borda todo sin demasiado esfuerzo -porque el esfuerzo en el arte siempre parece una confesión de la falta de talento-.
Tenía lo que yo llamo “el toque”, que es esa gota de algo indescriptible entre el encanto y el estilo, un no sé qué que se exuda solo y que te hace caer en gracia, que siempre ha sido mucho más importante que ser gracioso. “El toque” es muy hijo de puta: un día se va, igual que vino, y ya no se recupera jamás. Cuando el toque se pira, el mundo confabula contra ti y los entrenadores se vuelven en tu contra, los amigos ya no te aclaman, la afición elige otro ídolo y las novias guapas ya no te rizan el pelo con los deditos. Ya no molas.
Cuando el toque huye, te quedas sin nada, solo con tus ganas de figurar. En ese punto anda Iker ahora, en una crisis de los 40 como no hemos visto otra en este país: el tío se ha hecho TikTok, que más que una red social es un atajo al infierno, y hay días que juega a imitar a La Máscara de Jim Carrey y otros que muta en Buzz lightyear. Iker baila -raro- Cuéntame cómo te ha ido en las fiestas de un pueblo o bromea con robar la copa de la Liga de Santander bajo la música de La pantera rosa. También se graba barriendo el suelo, que a nosotros nos parece bien, pero a él debe resultarle un síntoma de campechanía.
Lo de Twitter no se queda atrás: dice que es gay -entendemos que como una “bromita” por lo pesada que está la prensa rosa con airear su affaires- y luego que le han hackeado la cuenta, o intenta hacerse colega de Ibai Llanos a la desesperada, contestándole a tuits sin venir a cuento, un poco como el hermano chapas del novio en las bodas que te engancha por el cuello en la barra libre, te cuenta su vida y te dice que te quiere muchísimo, que eres un “crack”, un “fenómeno”, un “artista”. Un “fiera”, repite, “un máquina”, mientras te golpea la espalda hasta hacerte polvo y te presta su aliento a ron. “Un día tenemos que salir por ahí a liarla tú y yo”.
En Instagram también hay tela que cortar: ahora le ha dado por seguir a todas las divorciadas cool del rancho, como a Shakira, Laura Escanes o Tamara Falcó: qué listo, el aguililla. Alguien tiene que pararlo. La crisis de Iker Casillas es la crisis del hombre de mediana edad que se siente desubicado en el mundo y corre el riesgo de venderse barato, de poner a precio de saldo al ser humano que es y que, mejor o peor, supo llegar hasta aquí en la vida.
Hablamos de una clase de tipo que, para defenderse de la zozobra existencial, se entrega a los gintonics, sujeta la torre de Pisa en su álbum de fotos, lidera las congas en las fiestas, remueve la paella del domingo y sonríe: “Soy español, ¿a qué quieres que te gane?”. Siempre tiene un lugar común más bajo la manga, siempre guarda un chiste más de Arévalo. Les conocemos, son legión: son el chaval guapo del instituto al que ahora se le ha puesto cara de divorciado. Son todos los hombres que admiramos y que no saben cómo envejecer después de haber perdido el toque. Son todos los varones que tienen que recuperar su sitio.