Hace poco leí un reportaje que lanzaba una alerta sobre el auge de niños y adolescentes de extrema derecha en España. Al parecer, en ciertos sectores de la juventud española lo enrollado, lo cool y que más mola es ser facha. Más que la noticia en sí, me sorprendió el abordaje. Como si sólo ahora vinieran a descubrir que no se puede ser sistema y antisistema al mismo tiempo.
Incluso un cínico profesional como Pablo Iglesias lo comprendió no hace mucho tiempo gracias al repaso electoral que le propinó Isabel Díaz Ayuso y que le recordó que su trinchera, o chiringuito, no estaba en el control directo de una cartera ministerial, sino en los medios de comunicación.
Al hablar de sistema no me refiero al poder circunstancial del gobierno de turno, sino a la megaestructura comunicacional, política y cultural de la llamada corrección política, que es la verdadera internacional hegemónica de hoy. Silicon Valley, las universidades, los Estados democráticos y sus instituciones, los colosos del entretenimiento y las mil y una instancias intermedias que imbrican las piezas mayores del engranaje social están perfectamente alineados con la cartilla de valores obligatorios que han dado el tono represor, pseudofilantrópico y puritano a nuestra época.
¿Es de extrañarse que al menos una pequeña parte de los adolescentes se resista por puro instinto hormonal a la monserga imperante?
De esa minoría habrá por supuesto no pocos que marchitarán su adultez persistiendo en la intolerancia y el odio del otro. Aunque lo más probable es que en el futuro la mayor parte de esa pequeña parte recuerde sus entusiasmos fachas, así como sus padres y abuelos recordaban el sarpullido comunista de sus años mozos.
Claro que muchos de quienes se alarman hoy por la supuesta deriva facha de un sector de la juventud española muy probablemente sigan siendo comunistas de corazón, porque el comunismo, ya se sabe, es otra cosa. Nunca ha sido bien aplicado ni tiene nada que ver con los campos de concentración para homosexuales en Cuba, ni con las purgas raciales ni el odio al extranjero que definió los peores momentos del estalinismo y que sólo por casualidad encuentran eco en las políticas antimigratorias de los gobiernos socialistas en América Latina.
Los cuales, también por puro azar, son los aliados ideológicos del gobierno de Pedro Sánchez.
Lo cierto es que, si lo señalado por este reportaje tuviera algún sustento real, en el sentido de que se tratara de una tendencia representativa dentro de los niños y adolescentes españoles, la autocrítica y los correctivos tendrían que venir del propio sistema hegemónico que ha llevado a esos jóvenes a crear su nicho identitario en medio del bazar de tribus que sus propios maestros y padres les han forzado a reconocer, adorar y, en algunas ocasiones, a pertenecer.
Como estas tribulaciones las hemos importado de los Estados Unidos, valen también para España estas palabras de Mark Lilla que dejo a modo de reflexión final:
"Se necesitará que el encantamiento de la política identitaria que ha cautivado a dos generaciones se rompa para que podamos centrarnos en lo que compartimos como ciudadanos. Espero convencer a mis compañeros liberales de que su forma de mirar el país, de hablarle a los jóvenes y de implicarse en la práctica política ha sido errónea y contraproducente. Su renuncia debe terminar y se ha de adoptar un nuevo enfoque".