Hay cosas que le pueden pasar a uno, pero no al Real Madrid. Recuerdo a aquella novia, Esther, que tuve cuando llegaron (por fin) los días de tener novia. Los dos teníamos 18 años, y me dijo que la esperara. Que estaba algo confundida. Que yo le encantaba (afirmaba), pero que sentía cosas por otros chicos. Sin embargo, estaba casi segura (decía) de que me quería a mí. Que, en realidad, deseaba estar conmigo.
Eso sí, necesitaba algún tiempo.
Yo, claro, se lo di. Le había asegurado que, en el futuro, era con ella con quien querría formar una familia y envejecer, tal vez viendo a Rafa Nadal ganar sucesivas ediciones de Roland Garros.
Ella tenía un pelo largo y lacio que le llegaba a la cintura, unos ojos marrones redondos y expresivos y una personalidad arrebatadora. También, ahora que recuerdo, lucía un tipazo extremadamente atractivo e intuyo que eso yo lo habría considerado.
El caso es que le concedí los dos meses que pedía para "aclararse".
Al final de las vacaciones de verano, cuando reclamé una respuesta, lo que obtuve fue un portazo. Amable, sí, pero un portazo que me estremeció los huesos. Yo no oía nada mientras ella se explicaba con un hilo de voz un tanto avergonzado. Algo de qué le vamos a hacer, no sé qué sobre que no lo pudo evitar.
El silencio posterior, conciso y rotundo, se erigió entre los dos y acabó haciéndose ensordecedor. Permaneció así durante mucho tiempo.
Esther se había decantado (tras valorarlo mucho, se justificó), por un tipo de rizos mucho más feo que yo (no era difícil) que sería banquero. "Vaya", pensé, "con las grandes aventuras que se pueden vivir junto a un periodista".
La historia de amor y desencanto de Mbappé con el Real Madrid me ha recordado mucho a Esther, que me quería mucho, o eso decía, pero que acabó abandonándome para siempre.
Eso que me pasó a mí, escribía, puede pasarle a un humano cualquiera (de hecho, ocurre constantemente), pero no debería sucederle a una institución como el Real Madrid. No al Madrid, que busca este sábado su decimocuarta Copa de Europa. No al equipo de la capital, uno de los clubes más importantes del mundo, tal vez el más relevante de todos ellos.
Más bien tendría que ocurrir lo contrario. Que el equipo blanco rechace jugadores cuando estos carezcan de la calidad o la pasión suficientes.
Porque, desde luego, existe un elemento de compromiso. El amor y los contratos son compromiso. El de Benzema es el mejor ejemplo. Incluso cuando Cristiano Ronaldo lo tenía tapado, este francés sí hacía todo lo que podía en cada partido, en cada entrenamiento, a favor del Madrid.
El equipo que juega junto a la Castellana debería exigirle eso, siempre, a sus jugadores. Si no tiene el talento de Modric o la capacidad de Courtois, al menos resulta exigible el compromiso natural de Benzema.
Sin duda, Mbappé puede elegir jugar donde quiera. Incluso puede tontear con otros clubes y acabar eligiendo el que más le paga, que es lo que ha hecho.
Evidentemente, el Madrid puede no enamorar al francés si este ha tomado otra decisión (el amor y el dinero, ya se sabe, son ciegos).
También es razonable que el equipo de Chamartín no pueda o no quiera igualar la propuesta del PSG u otro equipo.
Lo único que no debería pasar es que al club blanco le tomen el pelo. Que es, literalmente, lo que ha sucedido.
Hace ya mucho tiempo que Florentino Pérez y su equipo deberían haber dado un ultimátum al jugador: o firmas o buscamos a otro. Lo mismo que debí haberle dicho a Esther, hace tanto tiempo.