Todo comenzó a torcerse para Juan Carlos I (y para el Reino de España) cuando le espetó al golpista Hugo Chávez, a la sazón presidente de Venezuela, aquello de "¿por qué no te callas?". A partir de ese momento, se puso en marcha una operación mediática contra él y la institución, ambas inseparables.
La maniobra, como hemos visto en perspectiva, era relativamente sencilla. Tan sólo había que levantar la autocensura sobre ciertos asuntos que ya son de todos conocidos. Del elefante de Botsuana a Corinna Larsen.
De igual modo, la empresa (en la que comenzaron a participar tanto interesados como tontos útiles) necesitaba de una formación política de agitación que se colara en los medios. Que creara un mal rollo general (Podemos).
Los casos de corrupción política, la crisis económica y la efervescencia de un discurso mundial de tipo subversivo hicieron el resto. Parecía increíble, pero la intocable y respetada figura del padre rey se desvanecía cual terrón de azúcar, bañado por la incesante y ardorosa demagogia. Hasta la abdicación y posterior salida del país, que quizás cierre su ciclo vital de la misma manera que empezó. Con el exilio, de Roma a Abu Dabi.
Conocemos hoy que la reciente visita a España de Juan Carlos I ha acabado, digamos, con un puñetazo en la mesa de su hijo. Antes de reunirse ambos en el palacio de La Zarzuela, el llamado emérito se había dado un garbeo borbónico por su querida Galicia, regatilla en velero y saludos al público incluidos.
A Felipe VI el folclorismo de su padre ha debido sacarle de quicio. De hecho, el breve periplo empeora las cosas para la institución.
Y no porque Juan Carlos I no tenga derecho a venir a España y hacer lo que le plazca, sino porque parecería no ser consciente de que está alimentando a la jauría. Las hienas republicanas que le acorralaron hasta hacerle caer del trono. Podemos le ha calificado de "delincuente" (aunque ni siquiera esté imputado en causa ninguna) y el Gobierno declara que a los españoles nos ha provocado "estupor" la visita.
¿Qué debe pasar por la cabeza de Felipe VI? Su reinado, todavía breve, puede calificarse de melancólico. A las cuestiones íntimas (la relación paternofilial) se han sumado los escándalos del viejo rey y el golpe catalanista de 2017, la mayor amenaza a la monarquía desde 1931.
Al mismo tiempo, tornan los ecos de la campaña iniciada con el elefante africano. Moncloa no es abiertamente republicana, digamos que es lo que le convenga en el momento oportuno. Pero alberga en el Gobierno al socio chavista. Y sobrevive gracias al apoyo parlamentario de otras fuerzas también anticonstitucionalistas. Todo en un país azotado por una crisis institucional grave y siempre proclive al dramatismo.
En resumen, lo que debe pasar por la cabeza de don Felipe es un dolor y, quizás, una visión turbia del futuro. Posee una gran formación y demostró en 2017 la entereza de un buen jefe de Estado, su bautismo real. Si bien, las cosas cada vez se ponen más feas. Su padre ha resultado ser un problema, veremos si obedece y no vuelve a las portadas, como le han ordenado.
La esperanza para la institución reside ya únicamente en un cambio de gobierno. Tampoco parece esto tan improbable, si bien dicho gabinete debería contar con una mayoría amplia. Con una robustez parlamentaria que le permitiera proteger el edificio constitucional del que es pilar la monarquía.
Y, en plan ilusionante, que procurara la vuelta a los tiempos en que la Moncloa y la Zarzuela, pese a las incontables desavenencias, compartían mismo marco político y nacional.
En cualquier caso, mi hipótesis es que si en un plazo no muy lejano se proclamara esa tercera República, los historiadores podrían situar su embrión en el momento juancarlista de mandar a callar al comandante Chávez. Además, y dependiendo del advenimiento, se cumpliría una especie de regla que dicta que ningún régimen contemporáneo español ha durado más de cuarenta y pico años.