Segunda semana de la invasión rusa a Ucrania. Las imágenes que nos llegan no dan lugar a dudas. Ya sabemos que un edificio en ruinas, con sus paredes calcinadas y sus ventanas como ojos ciegos, equivale a cuerpos sin vida o heridos bajo los escombros.
Algunos de los muertos ya tienen nombre. También la foto de las caras sonrientes de quien no sabe que va a morir tan pronto y menos en una guerra. Rostros jóvenes, la mayoría. El periodista, la piloto de caza, el medallista olímpico.
Sé lo mucho que ignoro. Cuántas claves quedan ocultas en la tinta de calamar de este o de cualquier conflicto bélico. Y cuántas no llegan jamás a conocerse.
Pero si me quedo en las informaciones que puntualmente nos van llegando, tengo desde el momento en que empezó la agresión rusa, la sensación de una Europa obligada (quizás muy a su pesar) a un cambio de paradigma y, lo que es más sorprendente, un cambio que no nace en el corazón del eje francoalemán, ni en la Europa de los burócratas, ni tampoco en la de las consignas progres.
Por el contrario, es un cambio que surge de los países bajo sospecha como Polonia o Hungría o de esos otros de los que sólo hablamos porque se votan entre ellos en Eurovisión y que resulta que, a la postre, son los que mejor han conservado la llama de la Europa nacida de la II Guerra Mundial.
Y observamos atónitos las historias de resistencia, de arrojo y valentía, y queremos más. Porque nos conmueven y porque nos hacen creer que podemos ser mejores de lo que somos. Lo mismo que los ejemplos de generosidad y entrega, espontáneos, inmediatos, auténticos.
Esos que nos recuerdan que bajo la pátina del cinismo y el lloriqueo complaciente late el corazón de lo que nos gustaría ser, de lo que creemos que nos hace superiores, de lo que hace tiempo que olvidamos.
Pero no nos engañemos. Ni el heroísmo ni la entrega desinteresada surgen de una sociedad adocenada y débil.
Si en esos países, si en Ucrania han reaccionado es porque tienen viva la memoria de que la libertad, como la paz, tiene un precio y que tarde o temprano se tiene que pagar.
Por eso los ucranianos no han dudado en tomar las armas en lugar de seguir el primer impulso de salir huyendo o de dejar la defensa de su país en manos sólo del ejército profesional, como si la protección de su patria y de su libertad no les concerniese.
Sabiendo además que su guerra no es una serie de Netflix de las que no hace tanto seguían y, sobre todo, que los muertos, además de ser suyos, son de verdad.
No es deseable vivir una guerra ni tener la memoria fresca de sus privaciones sólo para que si hay otra no te pille desprevenido. Pero lo cierto es que la suerte de décadas de paz en Europa ha traído generaciones de hombres y mujeres que creen que el mundo, la vida, o lo que sea les debe algo.
Que cualquier contrariedad merece una compensación y que los deberes que conllevan los derechos no computan. También, que las reglas por las que nos regimos en los países de nuestro entorno son válidas para el resto, cuando no hay nada menos cierto que eso y cuando la paz y el respeto a los derechos humanos, en este mundo, son la excepción.
Y aun a riesgo de que se me critique y aunque la empatía debería circular por una autopista de mil carriles, hete aquí que gente tan parecida a nosotros, de un día para otro, es invadida por una superpotencia extranjera y no se resigna y le hace frente. Y hete aquí también que los países con los que hace frontera les abren sus puertas (a más de 500.000 en la "malvadísima" Polonia) y les ofrecen sus casas, sin necesidad de levantar campos de refugiados ni delegar en terceros países su acogida.
Y decimos: esto es Europa. Y al rebufo de esos gestos, la egoísta, la de los mercaderes, la del género y la cancelación, de pronto se da cuenta de que por ahí es por donde le marcan sus ciudadanos que vaya. Y aunque sólo sea por eso, reacciona (¡si hasta Suiza ha abandonado su neutralidad!).
Es cierto que no tanto como para atreverse a dar el paso de intervenir militarmente en Ucrania ni tampoco para romper definitivamente esos vínculos sutiles y reservados que ligan, de un modo u otro, a todas las elites mundiales.
Porque si hay algo cierto es que nos hemos acostumbrado a convivir y hasta vender nuestra alma (nuestros equipos de futbol, nuestro patrimonio, incluso el histórico) a regímenes dictatoriales y cleptócratas, pasando por alto la procedencia de su dinero y aceptando el coste moral de nuestra ceguera y nuestra complacencia.
Por eso no sobran las imágenes de la guerra, por duras que sean. Y, menos aún, las llamadas agónicas del presidente ucraniano, Volodymyr Zelenski, devenido en el héroe que probablemente nunca quiso ser.
Molòn labé ("ven y tómalas") les dijeron los espartanos a los persas en el desfiladero de las Termópilas cuando estos les exigieron deponer las armas.
No me gustan las guerras, supongo que a nadie. Pero hay momentos en que sólo cabe eso: Molòn labé.