Cuando toda España [con la honrosa excepción de José Félix Tezanos] sabía que Vox iba a pegar un pelotazo en Castilla y León, un importante dirigente de Ciudadanos me dijo: “Es inquietante, pero nosotros nos damos cuenta mejor que nadie. Pablo Casado está haciendo cosas muy parecidas a las que hacía Albert Rivera cuando todo empezó a torcerse”.
Se refería, por ejemplo, a la actitud de Casado en relación a Vox. Nos reímos recordando los viejos tiempos. Porque la política, más que ninguna otra disciplina, pierde toda su acritud en cuanto empieza a arrumbarse en el trastero de la memoria. Evocamos aquellas comparecencias en las que nosotros, los periodistas, preguntábamos a Rivera por Santiago Abascal y él, en un ejercicio escalofriantemente minucioso, respondía acerca de cualquier otra cosa.
Tanto se repetía el proceso que llegó a ser ridículo. La actuación de Rivera respondía a la encarnizada disputa que se producía al respecto, puertas adentro, en las reuniones de su Ejecutiva.
Una disputa, por cierto, muy similar a la que hoy acontece en el PP. Por un lado, los que quieren colocar a Abascal el “cordón sanitario” [la tesis defendida por Casado en la moción de censura de Vox a Sánchez]. Por el otro, quienes lo aceptan, y desean, como aliado en la batalla contra el conglomerado PSOE-separatistas. El caso de Isabel Díaz Ayuso.
Albert Rivera nunca salió de ese silencio. Fue arrollado por el tren de los acontecimientos. Pablo Casado actuó, en un primer momento, con más valentía. Eligió uno de los dos caminos, el de definir a Vox como “engendro iliberal”, pero esa valentía se evaporó en apenas unas semanas.
Casado no sabe de qué va su proyecto. No sabe si quiere o no gobernar con Vox. Parece que no, pero tampoco lo descarta. Tampoco logra convencer a los líderes de su partido del camino a elegir. Ayuso se iría de cañas todos los días con Abascal y Alberto Núñez Feijóo no le invitaría ni a un plato de percebes.
Al PSOE le costó muchísimo menos cruzar la barrera del populismo. En cuanto vio que era necesario para alcanzar el poder, se lanzó a ello. Casado ya ha aprendido que su sendero es cada vez más parecido, aunque está mostrando ciertos escrúpulos. Unos escrúpulos que, políticamente, lo están enterrando. Los suyos suelen responder: “Si gobernamos con Vox, igual nos entierran del todo”. Y puede que tengan razón. Pero un líder elige y actúa, no calla sine die.
El dirigente de Ciudadanos que mencionaba al inicio de este relato tiene una teoría certera para explicar las razones de ese silencio que acaba alimentando a Vox. Donde él dice “Albert” pueden colocar ustedes a “Pablo”. “Hubo un momento en que Albert se creyó presidente de España. Lo creyó ciegamente, como si fuera irremediable. Y tomó sus decisiones partiendo de esa premisa”.
Pongamos que Casado, visto el desastre de Sánchez y el inicial crecimiento del PP en las encuestas, ha creído que la inercia le colocará en la Moncloa y que juega la partida seguro de ello, temeroso de romper tan bonito jarrón. “Voy a gobernar, ahora tengo que elegir el camino menos peliagudo”. “¿Cómo no voy a gobernar si Sánchez está pactando con los herederos de ETA?”. Por absurdos que parezcan estos dos razonamientos, les aseguro que no están alejados de lo que pasa por la cabeza del candidato del PP.
Hay una diferencia enorme entre Pedro Sánchez, “Albert Casado” y “Pablo Rivera”. El primero no se siente presidente del Gobierno hasta que el escrutinio no ha rebasado el 80%. Por eso juega cada día de la partida como si fuera el domingo electoral. Los dos segundos, alcanzada una posición óptima, quedan paralizados con la vista puesta en su adversario directo, en este caso Vox.
En descargo de Rivera, puede decirse que él ignoró a Vox cuando era una fuerza extraparlamentaria. Casado lo está haciendo cuando Abascal cuenta con 52 escaños y la llave para gobernar Castilla y León.
El elefante debajo de la cama de Albert era muy pequeñito, un cachorrito que crecía muy rápido, pero al que, como mucho, se le veía la trompa por debajo de la colcha. Casado, en cambio, duerme en el regazo de un señor elefante que se conduce con ruidosísimos movimientos.