El sábado me aburría y fui al cine. Hubiera podido quedarme en casa echando la siesta, pero el calor era infernal y temí caer desmayada como un higo.
Madrid estaba a 41º grados. Córdoba, a 47º. Y, si mal no recuerdo, Toledo y Sevilla otro tanto. En Zaragoza las palomas del Pilar se tostaron patas arriba como si estuvieran en una parrilla. Aparte, los mapas del telediario parecían el infierno de puro rojos.
Fui al cine porque quería ver El olvido que seremos, la novela de Héctor Abad que Fernando Trueba ha convertido en película. La sala estaba prácticamente vacía. El aire acondicionado iba a toda pastilla, pero yo me eché una rebeca encima y apoyé los pies en el respaldo del asiento delantero para evitar la corriente que corría por el suelo.
Semejante precaución me sumió en una bochornosa vergüenza. A la salida, una pareja medio en bolas me miró como si fuera una marciana. A lo mejor era por la rebeca. No me extrañaría. Nosotros permanecimos sentados hasta que terminó el último título de crédito.
A lo largo de la película hicimos bastantes comentarios. Todo nos causaba gracia. “Very interesting” murmuraba el niño de la película. Lo que más nos llamaba la atención era el habla paisa de Javier Cámara, que parecía irreconocible con su barriga cervecera y el amplio parabrisas de la frente. Cámara estuvo sembrado toda la película. Hay que ver la facilidad que tienen algunos actores para expresarse en lenguas ajenas. En ese sentido, el actor español es una joya.
Mi familia colombiana hacía pequeños comentarios sobre la película, que comenzaba en 1969 y terminaba en 1987 con el asesinato de Javier Cámara en el papel de médico y activista de los derechos humanos, biografiado por su único hijo varón, cuya madre era hija del arzobispo de Medellín.
Cómo me acordé de Medellín viendo los paisajes de las montañas que rodeaban la ciudad al bajar desde el aeropuerto. Cómo me acordé de los años de plomo, del pueblo de Envigado, de los centros comerciales a los que evitábamos entrar para no pronunciar su nombre.
Cómo me acordé.