Desde el día de hoy, que fue ayer para los lectores, mi pueblo vuelve a estar confinado. No es la primera vez, pero confío en que será la última. Según las previsiones de Moncloa, el estado de alarma terminará el día 9 de mayo. Con él habían quedado suspendidos los derechos a la libertad de movimiento, de reunión y de manifestación, que por suerte serán nuevamente restituidos.
Esto es un no parar. Pensaba que hasta después del 9 no volvería a pisar una pelu para teñirme (salvo que la policía se apiade al verme con un dedo de raíz y me ceda el paso). Aparte de mi visita a la pelu, me quedaré con las ganas de comprar carne para el fricandó (el corte que llaman cañón de la espaldilla o solomillo del carnicero). En casa no pasamos hambre, pero los confinamientos del invierno me han alejado de las grandes superficies y las pequeñas mantequerías. Ahora sólo me apetece atiborrarme de queso, raviolis y gelatinas con cero azúcares.
Si quiero reconciliarme con la gastronomía tendré que retomar las cenas de las terrazas, el único placer que me he permitido con mis amigos/as/ues. Hubo una época en que estaban de moda las cenas electorales, pero ahora ya ni eso. Lo único electoral que han visto mis ojos ha sido la banda compartida por Isabel Díaz Ayuso y Nacho Cano. Una escena estrafalaria y, si se me permite, ridícula.
Este invierno se nos han dado bien las terrazas. Todo hay que decirlo: había que reservar con un mes de antelación porque todas las del centro estaban tomadas. Algunas noches, la rasca pasaba a ras de suelo y nos helaba los pies. Los calefactores, esos aparatos altos con sombrero de seta, nos calentaban las ideas y chamuscaban el pelo.
Ayuso se ha pasado el último mes presumiendo de Madrid y de sí misma. Estaba encantada con las manadas de turistas que aterrizaban en la Plaza Mayor. Nunca he visto tantos franceses embutidos en los armarios de los pisos turísticos. Por cada madrileño que no pisaba la provincia de Segovia había doscientos franceses que sí pisaban Barajas. Puros despropósitos.