Posiblemente, no sea para tanto. Le pasa a todo el mundo. Pero acojona, eso sí. Acaba de morir Miguel Oriola, el fotógrafo, el artista, el transgresor. Confieso que no he visto obra suya, o que al menos no la tengo en la cabeza. Aunque sí me retumba, con fuerza, su nombre. Pero más que su nombre, su imagen: la ropa toda negra, siempre, a juego con sus gafas de pasta, y las canas de su melena y de su barba densa.
La foto que publican algunos medios para anunciar su muerte, que llega a los 77 años, no presagian los pocos meses que le quedaban. Fue hace dos años. Él, que siempre fotografiaba, se enfrenta a la cámara. Tiene buen aspecto. La mirada punzante a través de las lentes; el gesto, con los brazos en cruz, definido y firme.
Pero se murió el martes. También falleció Jordi Llopart, el atleta catalán. El marchador vivió -¿quién decide estas cosas?- casi una década menos que Oriola. Se colgó el primer oro del atletismo español. Lo tengo en la memoria en blanco y negro, como las fotos de aquella carrera mítica en Praga en el 78.
También han muerto, sin apenas haber vivido, o al menos no lo suficiente, dos jóvenes cuyos cuerpos han sido encontrados en las playas de Ceuta. Intentaban alcanzar territorio español a nado; para eso, cuenta el periodista Francisco Peregil, hacen falta entre tres y cinco horas atravesando el mar. Un gran físico, una mente determinada y una tonelada, o más, de suerte. O, si no tienes nada de eso, mucha necesidad.
Un marroquí de 30 años que habló con Peregil explicó que su madre está enferma y que no tiene dinero para pagar el alquiler; tampoco la insulina. Morirte no es para tanto, en algunos casos, según estos muertos potenciales. Para algunos de estos aspirantes a pisar tierra europea, a existir en un mundo apetecible o, al menos, soportable, ahogarse no es peor que quedarse en Fnideq. Eso le contaron al periodista.
Sinead O'Connor no está en el infierno de África, sino en el de Nueva Jersey. La cantante irlandesa no se ha muerto, pero ha estado flirteando estos últimos años con la muerte, rozándole el rostro, advirtiendo las ganas. Ahora, tras 30 años de adicciones y excesos, se retira a un centro de rehabilitación para esquivar la línea recta al lugar al que iremos. A retrasar, ahora que se ha hecho musulmana, su encuentro con Alá.
Sí se ha muerto el príncipe Khalifa, el primer ministro de Bahréin durante los últimos 50 años. Su país, con los muertos en la Plaza de la Perla y los torturados en tantas otras plazas, lo ha contado Emilio Sánchez Mediavilla en Una dacha en el Golfo, el Premio Anagrama de crónica. Ahora se verán -o quizá no, quién sabe-, el jefe de los infames y los mártires silenciados.
Al final, puedes ser como mi héroe Mohammed Bouazizi, el tipo que se inmoló en Túnez y generó la Primavera Árabe, o como Trump, que sigue guerreando para que su país sea un fraude, en vez del lugar que alberga a los ciudadanos que le han derrotado. A veces, se trata de una simple elección. Puede que Bolsonaro, el Trump del sur, tan sometido a sí mismo, ni siquiera pueda elegir: “Tenemos que dejar de ser un país de maricas”, ha insistido.
Mientras todo esto pasa seguimos acumulando, más silenciosamente que antes, maltratados por la pandemia, aunque el mundo le sonríe, por fin –seguramente demasiado pronto–, a la vacuna de Pfizer. Cualquier día de estos –o cualquier mes, o cualquier año–, concluirá la ofensiva del virus o se levantará un castillo inquebrantable y habrá que contar –esta vez de verdad– las bajas y, también, tantear al mundo que surgirá bajo esta ruina y estos cascotes. Quién sabe, igual vuelve a gustarnos.