Me pasó por primera vez el 21 de julio de 1990. Roger Waters la montó parda frente a la Puerta de Brandeburgo para homenajear al Berlín reunificado, y mis orejas hicieron el ejercicio de escucharlo como si nunca hubiera posado la aguja sobre los surcos de un vinilo de Pink Floyd. Un amigo de mi hermano me trajo, a la vuelta de aquello, un pedacito del muro caído, que aún guardo en casa.
Desde entonces, hago ese ejercicio de manera consciente con todo lo valioso que siempre está ahí. Desde abrir el grifo y que salga agüita caliente para la ducha hasta revisitar El Club Dumas de Pérez Reverte de vez en cuando, un libro que reúne toda su mala baba y su honor cansado.
Fue él quien dijo una vez, también por entonces, que a los europeos nos faltaba "una buena guerra". Es decir, entender que esta vida que llevamos es mentira, o lo fue siempre, que sólo lleva así un tiempecito.
Cuando se desmoronaba la URSS, hace ya tres décadas, yo disfrutaba, como periodista en ciernes, al asistir a un pedazo de la Historia en directo: y leía, y escuchaba, y miraba la tele para empaparme de todo, para no perderme nada.
Pero claro, entonces había dos canales y un periódico cada día... o tres, si uno podía distraerlos en la cafetería. Me gustaría pensar que algún adolescente de hoy hace lo mismo. Que aprovechan, además, los miles de vías de información que ahora tienen a mano, y cultivan su conocimiento crítico sobre quién, cómo, dónde, cuándo y por qué tenemos decenas de miles de muertos y a una recua de canallas desgarrando inmoralmente sus despojos.
Pero los chicos de hoy nos tienen de padres a gentes a las que nos faltó esa guerra. Y pocos sabemos que la Unión Europea es como el grifo, que un día puede dejar de calentarnos. Recuerdo ahora un gráfico que me enseñó Jaume Duch, director de Comunicación del Parlamento Europeo, en el que se apreciaba visualmente que jamás Europa tuvo 70 años seguidos de paz. Sólo ahora.
Cuando los de la generación de Pedro Sánchez mirábamos la Historia en el telediario, eran los astilleros de Gdansk, los mineros de Timisoara y los estudiantes de Budapest los que la protagonizaban. Criados más allá del telón de acero, ellos sí que habían vivido día a día una guerra. La de las libertades, ésa que no acababa nunca en el bloque comunista. Y se ganaron la democracia.
Para bien o para mal, ya dijo Ortega que la Historia se nutre de los valles y no de las cimas, de la altura media social y no de las eminencias.
Este jueves hay Consejo Europeo, y temo que los jefes de Estado y de Gobierno fracasen otra vez y dejen irse el milagro de la UE por el desagüe. La Unión no es eterna, porque nunca existió, aunque los líderes de sus países no vieran aquel recital del primer verano de la libertad. Yo vi en directo caer el muro, lo tiraron los ciudadanos berlineses. Y lo estoy volviendo a ver crecer.