Hace ya varias columnas que consigno el número de muertos por coronavirus. Necesito hacerlo. No por rutina sino por todo lo contrario: para no perder perspectiva. Así pues, son ya 20.453 muertos (oficialmente) cuando escribo estas líneas.
Sobre ese fondo (que en 20.453 casos no es fondo, porque lo es todo) hacemos nuestra vida confinada. Y la vida de las breves salidas para la compra. Se va segregando una nueva cotidianeidad, con tus tics, con sus tropismos, que ojalá que sean también breves, porque son muy tristes. Como estos detalles serán lo primero que se vaya por el desagüe, quiero anotar algunos, para que consten.
Yo, que era el príncipe de la cortesía en mi bloque, el que se quedaba sosteniendo la puerta del portal hasta que llegara el renqueante ancianito, soy ahora el que sale sin mirar atrás, el que apresura el paso si alguien viene. Me he convertido en el energúmeno del bloque. Pero no llamo la atención, porque a todos les ha pasado igual: todos son el energúmeno del bloque. (Salvo el renqueante ancianito, al que ya nadie le sostiene la puerta.)
Por la calle voy como un astronauta. Con el chándal (mi traje astral) cerrado hasta la barbilla, la mascarilla, las gafas (empañadas) y los guantes. El distanciamiento social empieza por uno mismo: uno se convierte en ese extraño que camina con lentitud, para estar más tiempo fuera. Cuando está nublado es menos doloroso, aunque no menos bello, que cuando hace sol. Los cuatro rincones de todos los días son el paraíso. Un paraíso expulsado.
Cuando viene un transeúnte, demasiadas veces con su perro, la maniobra de separación se inicia desde treinta metros como mínimo. Solo hay que esperar a ver quién de los dos abandona la acera y pasa por la calzada vacía en el momento de cruzarnos. Y si no es posible esta opción, se llegan a producir desvíos, vueltas atrás, detención en un punto alejado hasta que pase el otro. Hay una evidente incomodidad por su presencia. Molesta que esté ahí cuando nosotros estamos.
Pienso en el agente secreto de Joseph Conrad, que llevaba una bomba en el bolsillo mientras paseaba entre la multitud. Ahora no hay multitud, pero nos comportamos hacia el otro como si llevara una bomba. La bomba vírica. Todos somos agentes secretos para todos. Todos podemos llevar el virus y por eso nos rehuimos. (Alguno camina despreocupadamente, por cierto, y a ese lo miramos mal.)
Pero en este territorio ganado por Tánatos (que se da más apretadamente, con mayor tensión, en las colas y en los pasillos del supermercado, donde se produce una oscilación entre la rigidez y la hostilidad), empieza a atisbarse a Eros: agazapado aún, dispuesto a saltar. He captado ya miradas lascivas de mujeres sobre sus mascarillas. Y me he sorprendido a mí lanzándolas. El cuerpo pide venganza, pide guerra.
Tras el presente movimiento (atroz) de separación, vendrá otro de aproximación. Y acercarse y tocarse sabrá a poco y se querrá más, se querrá copular. Yo no sé si después de la pandemia habrá un “nuevo paradigma”, como predica el asténico Castells. Sí sé que habrá, para empezar, algo no nuevo sino muy antiguo: una explosión sexual.