El mejor termómetro para medir la calidad de un partido es su disidencia. La traición alimenta la grasa que a veces obstruye el presente de la estructura, pero la mantiene a salvo del frío cuando llega el invierno. Basta con radiografiar el actual bipartidismo o el de hace un par de siglos: la puñalada es gasolina y eso no tiene vuelta de hoja.
En cualquier proyecto político de éxito crece la figura del pistolero, un tipo que supervisa la armonización y el "todos a una". Cuando percibe la discordancia, dispara. Si duda, apunta al bulto. Noquear a una docena de buenos sale rentable si se ha asesinado al malo.
No interpreten esto como una crítica flamígera a los partidos. Ni mucho menos. Las purgas -testar su moralidad es tarea de profesores de ética y sacerdotes- son estrictamente necesarias. El ciudadano no las agradece porque la sangre le impide ver el bosque, pero sin ellas no hay organización que prospere. En Grecia se empleaba la cicuta porque, ya entonces, la fraternidad era enemiga de la eficacia.
Hace unos cuantos días, estrené la mañana con entusiasmo atroz. La disidencia recién nacida de un partido con aspiraciones de gobierno se ponía en contacto con este y otros miembros de la canallesca para filtrarnos algo de veneno. Acudimos esperanzados, como perros hambrientos, en busca de algún dossier que pusiera en jaque a tan mesiánica formación.
Barrio Salamanca, mediodía. El hombre de sonrisa amable y bondad exacerbada al que confundimos con el ascensorista resultó ser uno de los cabecillas de la trama. Fuimos invitados a una sala peculiar. Repleta de lienzos pornográficos. Desnudos a pincel. Pelota picada de la buena, radicalmente explícita.
Quedé hipnotizado por la imagen de un hombre morenito que, de rodillas y con las manos alzadas, oraba mirando al infinito. El artista tuvo el detalle de no dibujar su sardina. Sobre el único trozo de pared no conquistado por pechos carnosos y tersos traseros, la disidencia proyectaba la documentación atómica.
Como en el instituto ante el mínimo destape, no podía apartar la vista de aquella obra. De fondo sonaba un discurso acerca del mal funcionamiento de las primarias. Todo era demasiado surrealista. ¿Y si yo, aquejado de algún conjuro, era el único que veía esa lujuria?
Mis compañeros, ojipláticos, devoraban el aperitivo que los discordantes habían puesto a nuestra disposición. Me tranquilizó comprobar que también luchaban por alejar su mirada de esa especie de homenaje a Interviú tan años ochenta.
Pero no fue el porno lo que me desconsoló. Nosotros soñábamos con disidentes criados en el odio y la ambición. Aspirantes dispuestos a la navaja. Una estética más cuidada, una mirada rencorosa. Trajes italianos, de raya fina. Vestidos de seda. Aquella gente se "planteaba" denunciar, quería tenerlo "claro". El primer mandamiento del detractor es ejecutar y luego medir. Intoxicar antes de comprobar.
El líder que amagó con ilusionarnos, como sus quijotescos compañeros, era una buena persona, alguien a quien pedir la moneda que falta para el aparcamiento, ese que cede inmediatamente su asiento en el Metro a los mayores. Ni siquiera tuvimos que apuntar su teléfono. Nos regaló bolígrafos que lo incluían.
El colmo de la bondad llegó con la parte más delicada de la sesión: el sistema informático de la Ejecutiva nacional. Para explicarlo, ante la incredulidad de los presentes, el líder eligió a tres de sus compañeros. "Por favor, ¿algún voluntario?". Puestos de pie, se lanzaron al teatro. Uno hacía de servidor tecnológico, otro de afiliado, otro de... Lo juro. Quizá esto se les antoje ridículo -a mí también me lo pareció- pero acabamos reconociendo su eficacia. No es ironía, lo entendimos a la perfección.
La visita a la guarida del lobo fue una tarde de domingo en casa de la abuela. No lo siento por ellos, que tienen garantizado su sitio en el cielo -qué buena estaba la empanada-, sino por el partido al que tratan de boicotear. Mientras -como dice Zahara- no "inviten a la bestia a cenar a casa", no ganarán las elecciones.