Pocas imágenes más románticas que la del talento desaprovechado. El gran narrador entre humo y copas que nunca termina su novela, el pintor que dibuja en servilletas de papel, la cantante que olvida la letra en un cabaré… Toda esa música que muere antes de cristalizar en partitura naufraga en el gabinete de la bohemia, un camarote intransitable por culpa del tiempo, que no lo borra todo, pero sí aquello que se descuida.
La posteridad es un objetivo mucho más asequible de lo que parece, posible para cualquiera. Basta con elegir una caja, introducir el recuerdo y entregársela a la persona adecuada antes de partir hacia la nada. Una norma conocida, pero siempre obviada por el bohemio, cuyo hedonismo le priva del futuro y lo condena al presente más radical.
Si hemos conocido a aquellos fantasmas de sombrero de ala rota y abrigo raído, ha sido gracias a escritoras/es de vida aburrida, pero lo suficientemente disciplinados como para reposar en el escritorio y trazar con tinta indeleble el sino de quienes se destruyen por culpa de esa pulsión, la de existir poderosamente. Es la injusticia de la Literatura: mujeres y hombres grises canibalizan a quienes se atreven a explotar el instante, sin miras al pasado ni al futuro. Los bohemios.
González-Ruano los describió como aquellos que provocan el desprecio de sus contemporáneos y el reconocimiento de los venideros. Francisco de Cossío, sempiterno director de periódicos, solía decir: “Hay que escribir dos artículos diarios. Uno para vivir y otro para beber”. Los bohemios se olvidan intencionadamente del primero.
La desaparición de las tertulias los ha ido laminando hasta dejarlos en peligro de extinción. Novelas y tratados los sitúan revoloteando en torno a los escritores consagrados, que luego se valen de ese ingenio ajeno para escribir sin necesidad de imaginar. Pero los escritores ya no aman la calle y ejercen en sus casas, lejos del ruido.
Para más inri, el dinero en metálico empieza a ser una reliquia. Los supermercados aceptan pagos de un euro con tarjeta. Esto ahuyenta a los bohemios, que inventan negocios en plena calle para hacerse con algo de comida y seguir malgastando talento por las esquinas. Para eso necesitan que monedas y billetes estén a la vista, susceptibles de acabar en sus bolsillos.
Han tenido que reciclarse. Se prodigan en presentaciones de libros, subsisten en algunos periódicos, se refugian en librerías de viejo, merodean editoriales independientes, escriben solos en los cafés… Hasta hace dos telediarios, salían de sus madrigueras cuando escuchaban a Charles Aznavour: “La bohemia, la bohemia, esperábamos la gloria a pesar de ser miserables y con el estómago vacío”. Pero el francés ha muerto y ya no tienen quien les cante.
Hoy, quien mejor los evoca es José de Esteban, que les ha seguido el rastro y les ha dedicado un diccionario: “Entregan su vida al arte sin tener en cuenta sus graves consecuencias”. Para cerciorarse de que lo encontrado es un bohemio, uno debe ser incapaz de responder a dos cuestiones: ¿A qué se dedica? ¿Cómo se gana la vida? Y si ha acertado, deberá escribir. Porque la vida es mejor con bohemia.