Ha sido una semana moderadamente feliz. Me he pintado los labios todos los días: no estoy de luto. Cayó Mariano Rajoy -ese hombre que aprendió a hablar con treinta años-, y de repente volvimos a acariciar a los perros, a perfumarnos, a colmarnos de milagros domésticos. Sonó nuestra canción favorita en un bar. Estamos más guapos, qué duda cabe. Nos vamos sacudiendo la cara de expoliados, nos vamos despertando del coma de la imbecilidad -que es también el de la tibieza-. Quitarse a Rajoy de encima resulta tan oxigenante como haber plantado a un novio obtuso, tramposo, inmovilista, pero la verdad es que el recambio no nos tiene salivando. Más bien cumple su función, como un hombre-liana -el que aparece a tiempo para animarte a dejar al anterior-, como una película de relleno que te tragas sin pasión en temporada cultural baja.
Pedro Sánchez equivale al niño mono que no te va a cambiar la vida pero que está bien para echar la tarde, porque en peores plazas hemos toreado, porque qué nos queda si no es jugar, porque ya no podemos comer más barro. A nivel de furores, libidos y esperanzas, Sánchez no es sinónimo de sábado por la noche, sino de martes por la mañana. Es un “psé”, un “bueno, va”, un “voy a poner la lavadora de ropa blanca”, un “ceno contigo pero a las once me voy a casa”. Le gusta a tu madre -“qué alto, niña, qué guapo”-, juega al basket con tus amigos y no le ha quedado más remedio que ser humilde después de recibir hostias vitales como panes, pero a ti no te cuaja. No hay fuegos artificiales aquí, sólo croquetas congeladas.
A Pedro Sánchez -que el socialismo nos perdone- no se le ama, se le coge el cariño justo para no cambiarlo por un jarrón. Es un rollito de primavera, un polvo mediocre, un pedirte Pepsi porque no queda Coca-cola. Y no es tanto el drama. En este país ya no aspiramos a la excelencia política, sino a cosernos los bolsillos con la poca dignidad que nos han dejado Rajoy y sus águilas. Un amigo me dijo que no estamos donde estamos solamente por nuestras renuncias, sino por las veces que han renunciado a nosotros. Ese engranaje -el de las puertas que cerramos y que nos cerraron- nos ha traído hasta aquí, hasta un lugar donde la vida empieza a funcionar, donde aún podemos comer frutas que no nazcan podridas. El amor es frágil. Sus posiciones y sus tiempos, también. Quizá tiene que salir todo mal durante muchos años para que suceda algo limpio, algo bello.
No creo que sea el caso, pero en medio de este extraño cosmos hemos coincidido con Pedro Sánchez, un político al que le han hecho la cobra hasta en su partido, un tipo que por no caernos, no nos cae ni mal. Sus rechazos y nuestras decepciones nos han colocado frente a frente, bajo este umbral sin muérdago. Esta luz casi le favorece. Mirándole bien, veo a un hombre que nos demuestra que la mediocridad puede ser premiada y que las humillaciones se cobran con venganza. Mirándole bien, entiendo que no somos nadie y que las carambolas del destino lo son todo. Mirándole bien, es la justicia poética hecha carne: él nos recuerda que ni el carisma ni la confianza ajena son condiciones sine qua non para llegar a donde nos dé la gana.
Amigos: cuando estemos hundidos, cuando nos veamos solos y avinagrados, pensemos que Pedro Sánchez, tras el vía crucis que todo héroe chungo necesita, ha llegado a ser presidente del gobierno de España. Es lo que tenemos, por ahora, al cierre de esta fiesta: un hombre vulgar y un país herido, mirándose a la cara. Besémonos rápido y nuevo, como críos de guardería, antes de que el universo vuelva a movernos y crezcan -otra vez- las yerbas malas.