Escuchando el tosco silogismo de Sánchez en Bruselas —"El independentismo no es terrorismo", ergo "todos los terroristas serán amnistiados"— me acordé de la frase que compendia la mítica novela de Roa Bastos sobre la autocracia: "Supe que poder hacer es hacer poder". Merece la pena leerla dos veces.
En el plano de la voluntad no hay duda de que Sánchez viene practicando ese lema desde que comenzó a gobernar, pues la mayoría de sus actos están orientados a generar una base clientelar que le permita perpetuarse en la Moncloa.
En ese empeño se siente, naturalmente, constreñido por las leyes y los encargados de aplicarlas, pero a veces se desencadena y habla como si no lo estuviera. Eso es lo que ocurrió el jueves y de ahí mi evocación inmediata de "Yo, el Supremo".
No porque en sentido amplio Sánchez se hubiera comportado como un dictador, sino porque de forma estricta y un tanto pedestre parecía estar usurpando las competencias del Tribunal Supremo. Es a su Sala Segunda a la que, en última instancia, le corresponderá resolver si los hechos concretos por los que están encausados independentistas concretos son delictivos o no, son terrorismo o no.
La declaración del presidente, enfática y campanuda donde las haya, pretendía satisfacer y aquietar a Junts, tras el gatillazo de la Ley de Amnistía en el pleno del Congreso. La satisfacción fue patente, pero el aquietamiento no: "Si estamos de acuerdo, traduzcámoslo jurídicamente en la ley", manifestó Turull.
Una reacción lógica si se repara en que, en realidad, Sánchez estaba corroborando por pasiva que si hubiera independentistas que —en contra de su criterio— fueran condenados por terrorismo, no serían amnistiados.
Es decir, que su suerte dependerá de las sentencias de los jueces y no de la opinión de los políticos por muy presidentes del Gobierno que sean.
"¿Y cómo se les para los pies a jueces como García-Castellón y Aguirre?", preguntaba el diario independentista Vilaweb al jurista afín a Sumar Joaquín Urías.
Su respuesta fue clara: "El sistema está hecho para que no se les pueda parar los pies a los jueces, ese es el problema".
¿El "problema"? No, esa es la garantía de que todos los ciudadanos podamos contar con una tutela efectiva cuando sintamos vulnerados nuestros derechos.
El Estado de derecho se basa precisamente en que "no se pueda parar los pies a los jueces". O, mejor dicho, en que sólo otros jueces, cuando revisen sus decisiones desde las instancias superiores, puedan hacerlo.
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El problema de Puigdemont y sus cómplices es que, a base de repetir una y otra vez su adulterado relato de cuanto viene ocurriendo en Cataluña desde hace una década, han terminado creyéndose que hasta sus actos más inicuos fueron inocuos. Y que sólo la idiosincrasia, la militancia política o el trastorno mental de los jueces impide establecerlo así.
Por eso la esencia de esta amnistía es puentear a los jueces, sacarlos de la ecuación institucional, mediante el canje político de la impunidad a cambio de los siete votos que requirió la investidura y ahora requiere la gobernabilidad. Algo tan obsceno que, tanto como a sus protagonistas, retrata al resto de los españoles en función de con qué ojos lo miren.
Seamos claros. Nada impediría que este cambalache se consumara sin restricción alguna si no existiera la Unión Europea. De hecho, todos los vericuetos del drama político en que ha derivado la tramitación de una ley que se presumía que iba a ir como la seda responden a la pretensión de Sánchez de hacerla compatible con el acervo comunitario.
Sánchez sabe que la conformidad de Bruselas es la única 'línea roja' ante la que tendría que detenerse, incluso a costa de abortar la legislatura
Algo altamente difícil en lo que atañe al terrorismo, pues cualquier paso que supusiera rebajar el umbral de su persecución o favoreciera su impunidad daría pie a que la Comisión Europea recurriera la norma ante el TJUE. Y eso vale tanto para la ley en curso como para esa hipotética reforma del Código Penal, propuesta por Sumar, que el Gobierno se plantearía ofrecer si Junts aceptara dejar la amnistía como está.
Esa treta supondría retrasar el conflicto, pero no eludirlo. Y Sánchez sabe que la conformidad de Bruselas es la única "línea roja" ante la que tendría que detenerse, incluso a costa de verse obligado a abortar la legislatura.
No tanto por su propio futuro, sino por la reverberación en los mercados de un choque que generaría incertidumbre, teniendo en cuenta nuestros niveles de deuda. Ningún gobernante con elevado gasto público -y menos si tiene a Zapatero cerca- podrá olvidarse nunca de la súbita celeridad con que sobrevino el "Pearl Harbor" de mayo de 2010.
Pero la claridad con la que Sánchez percibe sus límites convive con la paranoia que Puigdemont comparte con la extrema izquierda sobre el "lawfare", el "Deep State" y demás fantasmagorías que en realidad encubren proyectos totalitarios, basados en eludir la legalidad y el control judicial.
No es casualidad que quien aúne esas estrategias sea Gonzalo Boye, cuya condición de terrorista -y encima de alquiler- no tiene vuelta de hoja. En el kit de supervivencia del Gobierno debería figurar la biografía del consigliere de Puigdemont. Todavía esta semana un ministro se quedó con los ojos a cuadros cuando alguien le invitó a leerla en Wikipedia, secuestro de Emiliano Revilla y blanqueo con Sito Miñanco incluidos.
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Más allá de la ignominia política, todo habría sido jurídicamente muy sencillo si lo pactado por Puigdemont y Sánchez hubiera sido amnistiar todas las conductas que son amnistiables, según los estándares de la UE. Pero al igual que terminará ocurriendo con la inmigración, la palabra "integral" coloca la discrepancia en un callejón sin salida.
Por volver a Roa Bastos, Sánchez ya nos tiene acostumbrados a considerar que "el diccionario es un osario de palabras vacías"; pero Puigdemont va a aferrarse a esta con las garras y dientes de sus siete escaños. No en vano lo "integral" tiene mucho que ver con el "integrismo".
En el fondo Puigdemont necesita camuflar el mercadeo del que se va a beneficiar personalmente bajo el mantra de "no dejar a nadie atrás". Y eso le cierra cualquier margen para la componenda del posibilismo que inexorablemente precisa Sánchez.
Son sus propios promotores quienes se empecinan en subrayar las grietas, flaquezas y averías de la Ley de Amnistía
Si no fuera por su trascendencia en el presente y futuro de la España constitucional, las mutaciones de esta ley que el ministro Bolaños definió como "robusta" e impecable", deberían ser motivo de hilaridad en la comunidad jurídica.
En la primera versión quedaban excluidos de la amnistía los delitos de terrorismo, "siempre y cuando haya recaído sentencia firme". Pues bien, ahora es el propio Boye quien dice que eso hubiera sido "inconstitucional" por vulnerar el principio de igualdad respecto a los acusados de otros delitos y que por eso Junts no firmó la proposición.
Luego ha llegado el disparate de la distinción entre terrorismo amnistiable y terrorismo no amnistiable, según las consecuencias de los actos delictivos y la "intención directa" de causarlas. O sea, del "dolo eventual" que en cualquier sistema penal corresponde apreciar con inevitable subjetividad a los jueces.
Han bastado los autos de García-Castellón sobre Tsunami y de Aguirre sobre la trama rusa del procés para que los líderes de Junts, en lugar de aguardar como todo hijo de vecino lo que resuelvan las instancias superiores, exijan ya a punta de pistola parlamentaria, el "blindaje" absoluto para que la amnistía sea, además de "integral", "inmediata".
[Editorial: El juez Aguirre cambia el tablero: el 'procés' iba contra la UE, la amnistía también]
Los vaivenes del Gobierno, atacando a los jueces y defendiéndolos, por boca de unos u otros ministros, y la palabra de honor de Sánchez comprometiéndose a que la amnistía tendrá unos efectos que no está en su mano garantizar, son las últimas pruebas de hasta dónde están llegando sus apuros en este embrollo.
La tópica imagen de quien se vuelve más pegajoso cuanto más trata de desprenderse de un chicle, cuadra perfectamente con lo que estamos viendo. Con el agravante de que en cada tira y afloja entre la "amnistía integral" y la "amnistía posible" más descoyuntada queda la viabilidad práctica de la ley.
¿Cómo no va a ir quedando para los leones, si son sus propios promotores quienes se empecinan en subrayar sus grietas, flaquezas y averías? Si siguen insistiendo, Junts terminará convenciéndonos de que lo que antes les parecía bien ha resultado ser una chapuza, y el PSOE de que los cambios que se le plantean —y en parte ya han sido incorporados— constituyen un dislate.
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Si alguien pensó que el debate de la amnistía iba a quedar zanjado en tres meses de tramitación parlamentaria, ya sabe que eso tampoco va a ocurrir al extenderse a cuatro. Al Gobierno no sólo le queda el desgaste de las presumibles nuevas concesiones a Junts, el viacrucis del Senado y la monotemática campaña de las elecciones europeas, sino todo lo que vendrá después.
Porque la entrada en vigor de la ley sólo supondría el final del principio. Llegaría luego la gran encrucijada, el decisivo partido de vuelta de las cuestiones prejudiciales ante el TJUE. Porque, estando tan descontada su ansia por blanquear la norma, nadie recurrirá al Tribunal Constitucional mientras quede la esperanza de Europa.
Sería en esa fase cuando los separatistas montarían una monumental bronca si, como es previsible, los jueces supeditaran el levantamiento de sus medidas cautelares, exigida con draconiana inmediatez por la norma, a que el TJUE se pronunciara. Máxime si de ese timing terminara dependiendo que Puigdemont pudiera ser o no candidato a la Generalitat.
¿Pretende Sánchez exonerar y relanzar a quien ha bailado tan estrechamente con el enemigo que quiere destruirnos y al que estamos combatiendo?
¿Qué haría, qué diría en esa coyuntura el Gobierno, cuando la acusación contra los jueces fuera ya la de estar negándose a aplicar preceptos taxativos de una ley en vigor? Media legislatura o, si durara, la legislatura entera se terminaría yendo por el sumidero de un interminable combate sobre las reglas del juego, trufado de tropiezos y chantajes como los de la convalidación de los decretos de enero o esta devolución al corral de la ley.
Entre tanto, incluso si no cediera en relación con el terrorismo, la reputación de Sánchez y su gobierno seguiría deteriorándose en un Parlamento Europeo, seguramente más escorado a la derecha, a costa de las relaciones peligrosas de Puigdemont con el Kremlin.
Está por ver que la trama rusa tenga futuro procesal, pero sus ingredientes son tan nutritivos como para dar por sentado que alimentará intensos debates en Estrasburgo. ¿Pretende usted, señor Sánchez, exonerar y relanzar a quien ha bailado tan estrechamente con el enemigo que quiere destruirnos y al que estamos combatiendo en nuestras fronteras?
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El PSOE acaba de hacer un papelón al ver rechazada por sus beneficiarios la amnistía que desde hace un par de meses parecía tan atada. La negociación del presupuesto ha quedado bloqueada y la propia legislatura parece estar en el aire. Pero este contratiempo tiene la ventaja de que el nuevo calendario permite a Sánchez volver a ceder o no ante Junts después del día 18.
Porque dentro de dos semanas tendremos una primera prueba en Galicia de si a los españoles les importa todo esto mucho, poco o nada. A Sánchez aún le queda la esperanza de que el PP se quede al borde de la mayoría absoluta y pierda el gobierno de la Xunta. Por mucho que Ayuso, Juanma Moreno y los demás barones se conjuraran para sostenerle, Feijóo quedaría malherido y la oposición entraría en una honda crisis que daría oxígeno al Gobierno, hiciera lo que hiciera con relación a Junts.
Pero si se cumplen las previsiones de todas las encuestas —a excepción del CIS— con el PP reforzado y el PSOE desbaratado, hasta los más leales le dirán a Sánchez que habrá llegado la hora de plantarse. Eso supondría poner a Puigdemont ante un "hasta aquí hemos llegado: o lo tomas o lo dejas".
Lo normal sería que el órdago diera resultado. Pero visto lo visto, más le valdría a la Moncloa empezar a trabajar en un plan B para el supuesto nada desdeñable de que el integrista de Waterloo escoja el precipicio integral.