José Sanchis Sinisterra, en el patio de butacas del Teatro del Barrio, en Lavapiés.

José Sanchis Sinisterra, en el patio de butacas del Teatro del Barrio, en Lavapiés. Jorge Barreno

Opinión HABLANDO SOBRE ESPAÑA

Sanchis Sinisterra, último gran dramaturgo: "Los nacionalistas son capaces de perseguir herejes"

"El teatro debe perturbar, no enseñar; ¡el didactismo es muy peligroso!" / "La estupidez de nuestros políticos es mediocre, no es graciosa" / ¿Quitar Filosofía en 4º de la Eso? ¡Pero si es donde más falta hace!".

12 diciembre, 2021 03:20

Noticias relacionadas

José Sanchis Sinisterra (Valencia, 1940) ama la teoría del caos. Cree que el aleteo de una obra de teatro en Madrid puede inspirar una revolución en otra ciudad. Pero él no escribe para levantar convicciones, sino para derribarlas. Prefiere inocular dudas que certezas. Por eso se vigila cuando inventa a sus personajes: "A ver si voy a estar haciendo didactismo. ¡Didactismo, no! El teatro debe perturbar, nunca enseñar". Palabra de pedagogo.

Porque hasta que se ganó la vida como dramaturgo –menudo éxito, por ejemplo, el de Ay, Carmela (Ediciones Cátedra)– fue catedrático de instituto. En Teruel, igual que José Antonio Labordeta, dio clase a un joven llamado Federico Jiménez Losantos.

Del otro Labordeta, el poeta Miguel, es el verso que guía a Sanchis Sinisterra en todo lo que hace: "Vuelve sagrado cuanto toques natural, cuanto toques sagrado vuélvelo natural". De eso va esta conversación, de la dimensión natural de las cosas sagradas: la educación, la política, la memoria...

Si el aleteo de una obra puede desatar el cambio, tiene que suceder aquí, en el Teatro del Barrio. Precisamente está en cartel Juan Mayorga, con una obra que vuelve natural la experiencia sagrada de Santa Teresa.

Sanchis no lleva tilde, no le estornuden el apellido que se cabrea. Cuesta creerlo, porque a primera vista resulta un tipo afable, imbuido de un huracán de recuerdos que narra con una sonrisa permanente y la voz del gran dramaturgo de nuestra historia patria contemporánea.

A él, eso de "historia patria" no le va a gustar. Se dice "apátrida". Le falta la "glándula nacionalista". Por eso asiste anodado a los pactos de la izquierda clásica con esos nacionalismos que siempre le han parecido de derechas.

Furor matemático es su última obra. Está escrita para jóvenes. Los mismos a los que el Gobierno ha privado de la Filosofía en 4º de la ESO: "¡Pero si es cuando más falta hace! Ahí se forma el carácter. A mí me sirvió para ligar y para darme cuenta de la carrera que quería estudiar".

Al mismo tiempo, sigue impulsando en Madrid su Nuevo Teatro Fronterizo. Habla el artífice de la Sala Beckett, aquel éxito de la Barcelona de hace tres décadas –"qué nostalgia aquella Barcelona"–; el promotor del "teatro contra el olvido".

¡Qué desfachatez la del gran talento! Esta tarde, oscura y fría, se ha presentado encarnado en un hombre de gafas, bufanda y bigote que se quita importancia continuamente. ¿Alguna vez se hizo la "liposucción de ego" que tanto recomienda en la profesión teatral?

"¡Silencio! La estupidez no es graciosa", dice el adulto al joven en su última obra de teatro, 'Furor matemático' (Ñaque editorial). ¿Teme que el silencio, entonces, se cierna sobre España y la cosa pública? 

Sí. Sobre todo porque el bajo nivel de nuestros representantes es ético, político e ideológico; como si hubiera una especie de paulatino descenso del cociente intelectual de muchos de ellos. Y no, en ese sentido, la estupidez no es graciosa.

Ya sabe que, al haberse convertido la política en un vodevil, hay gente a la que le hace gracia.

Lo sé. Pero es que esta estupidez de la que hablamos es mediocre. Luego existe otra, que a mí sí me hace gracia, que es la estupidez loca y maravillosa. Ahora, por ejemplo, estoy trabajando sobre lo grotesco, enmarcado en el tercer proyecto de Teatro contra el olvido. ¿Sabe? En los movimientos de resistencia, el humor siempre ha sido fundamental.

Los chistes. 

Eso es. Los chistes son una herramienta de resistencia política. Resulta transversal a casi todas las culturas. El humor es uno de los grandes caminos para combatir la sacralidad del poder. Como dice un proverbio etíope, "cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y, silenciosamente, se tira un pedo". Para mí, ese es el paradigma de la resistencia.

Como Paulino, el personaje de su 'Ay, Carmela' (Ediciones Cátedra), que tiene una capacidad impresionante para tirarse pedos.

Sí, sí. Pero, oiga: ¡los pedómanos existieron! Cela escribió un estudio al respecto. Fue lo que me dio la idea. Contaba la historia de un tipo, un catalán, que hacía números en cabarés de París y otras ciudades europeas. Todo un pedómano.

"Comerían muchas legumbres el día antes de salir al escenario, ¿no?" –interviene Jorge Barreno, el fotógrafo.

Imagino que sí. Un buen plato de judías asturianas y… ¡pam! ¡pam! ¡pam! [suelta una carcajada]. Recuerdo hasta la foto. El hombre vestido de frac y con la pata levantada... Perdónenme, ¿eh? Qué cosas…

¿Se imagina que los pedómanos llegan al Congreso? ¡Lo que nos faltaba! 

Bueno, hay quienes se tiran un pedo cuando hablan. Un pedo oral. Pero, en fin, vamos a centrarnos.

Una vez, parafraseando la teoría del caos y el efecto mariposa, dijo que el aleteo de una obra de teatro en Madrid podía desencadenar una revuelta social en Galicia. ¿Qué tal ha envejecido el teatro? ¿Todavía puede inspirar cambios y revoluciones?

Me pone usted en un brete. Yo quiero creer que sí. La frase, como usted indica, no es mía. La original es esta: "El aleteo de una mariposa en Hong Kong puede provocar una tormenta en Nueva York". Dicho esto, yo creo que las artes en general, y el teatro en particular, pueden alumbrar la raíz de posiciones contestatarias, rebeldes y quizá revolucionarias. 

Ahora que estoy preparando el capítulo de la resistencia, en Teatro contra el olvido, veo que un rumor, un chiste, y ya no le digo una obra de teatro, pueden convertirse en desencadenantes de procesos sociales. ¿Le pongo un ejemplo? 

Claro.

La independencia de Haití fue consecuencia de un rumor. Que si el rey había condonado la esclavitud de no sé qué… No era verdad, pero empezó a generar desasosiego e irritación en la población haitiana. Llegó la revolución.

"El teatro puede alumbrar la raíz de posiciones contestatarias, rebeldes y quizá revolucionarias"

El éxito internacional de obras como 'Ay, Carmela' no le ha desviado nunca de esa obsesión por acercar el teatro a la juventud. Da la sensación de que lo hace para evitar el nacimiento de generaciones indolentes y anestesiadas.

Sólo puedo responderle que sí [sonríe].

Hombre, pero explíquemelo.

El hecho de que me haya ganado la vida durante muchos años con relativa felicidad en la enseñanza [era catedrático de instituto], me empujó a que mis amigos, enemigos y cómplices fueran muchachos y muchachas de catorce, quince o dieciséis años. Eso ha tenido muchas ventajas para mí. He ido aprendiendo a escuchar a generaciones que no tienen la misma percepción del presente que yo porque su memoria histórica es distinta. 

A su vez, eso me enseñó a evitar certidumbres, verdades como puños y saberes inalienables. También es posible que, dada mi edad, todo se trate, en realidad, de un problema de madurez [bromea].

¿El teatro enseña a los jóvenes a vivir de manera más intensa? Las pasiones, las buenas y las malas pasiones, adquieren una dimensión superior en el escenario. Me acuerdo de lo de Thoreau: "Para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido".

Ha empleado el verbo "enseñar". Paradójicamente, ya que he sido pedagogo, estoy en desacuerdo con el término. Eso enlaza con la "obra con mensaje", la "obra que enseña". Y el didactismo, en el teatro, es muy peligroso. Por dos razones. Porque el autor, en este tipo de textos, debe partir de convicciones inamovibles que cree necesario inculcar. Y porque pervierte una dimensión consustancial al arte; la de desguazar estructuras ideológicas rígidas.

Es verdad que algunas de mis obras son didácticas, pero en un sentido brechtiano. O así lo he intentado. Mi primer maestro fue Brecht porque con él descubrí que el teatro era campo de conocimiento además de entretenimiento. Pero, fíjese, Brecht fue mucho más heterodoxo que los brechtianos que le siguieron. 

¿Y usted?

Yo me defino como marxista asilvestrado o como brechtiano heterodoxo. El teatro, volviendo a su pregunta, no enseña, no me gusta ese verbo, pero sí insemina sentimientos, percepciones y vibraciones a los jóvenes que pueden dar lugar a conductas humanas interesantes. No es fácil evitar el didactismo, ¿eh? 

Es muy peligrosa la tentación de evangelizar al público.

¡Y tanto! Yo mismo me vigilo cuando escribo para frenar mis cuatro o cinco convicciones más sólidas. Por eso, cuando me preguntan por el "mensaje" de mis obras, respondo: "Para los mensajes están las redes sociales y el servicio de Correos". El teatro no debe enseñar, sino perturbar. ¿No es mucho más interesante, como autor, inocular al público las dudas y problematizar las convicciones?

"¿No es mucho más interesante, como autor, inocular al público las dudas y problematizar las convicciones?

¿Palpa una excesiva moralización de la cultura en el presente? Aquello de que las novelas y las obras de teatro no nos cuenten una gran historia, sino la historia políticamente correcta.

Sí, eso de aleccionar… Lo percibo, claro, pero no es un mal de ahora. El teatro siempre ha sido una herramienta proselitista e ideológica. Lo que pasa es que hoy el teatro se ha convertido en una gran mercancía, en un objeto de consumo. Así se tiende a la simplificación y a la esquematización de los valores. 

Sobrevive, en algunos casos, la ficción perturbadora, pero la que predomina en los medios de comunicación y en los grandes espacios es la cultura del duty free, que lleva su precio, su calificación, los colores más atractivos… Yo trato de cultivar lo que Brecht llamaba "el arte de la desconfianza".

Sanchis Sinisterra es autor de obras de proyección internacional como 'Ay, Carmela'.

Sanchis Sinisterra es autor de obras de proyección internacional como 'Ay, Carmela'. Jorge Barreno

En su último texto, recupera la vida de Évariste Galois, descubridor del álgebra moderna, revolucionario, muerto a los veinte años. Galois fue un chaval ambicioso que, consciente de su talento, quería destacar por encima del resto. ¿Cree que nuestra sociedad penaliza en exceso ese tipo de actitudes entre los jóvenes? La ambición, la diferencia, el talento…

Creo que hace mucho tiempo que ya no pasa. Al revés, se consagra el exhibicionismo del ego y la diferenciación absoluta de los demás. Lo veo en las estrellas más mediáticas. 

El otro día, una madre publicaba un artículo en 'El País': decía que estaba orgullosa de que su hija fuera "segundo violín" y de que no tuviera ambición de ser "primer violín". ¿Está de acuerdo con la tesis? Dicho de otro modo: ¿se puede dar lo mejor de uno mismo si no se sueña con ser primer violín? 

Sí, se puede. Estoy convencido. Probablemente, habría que revisar el escalafón de los genios. Muchos de los hoy considerados como tal fueron vistos, en su tiempo, como segundones o tercerones. El protagonismo y la primacía pueden producir egolatría y la egolatría desencadena la renuncia a la autocrítica. Una cosa es el siempre deseable afán de superación, pero otra muy distinta es que ese afán nos aleje de la autocrítica.

Sobre el papel, parece claro. Pero en la práctica la línea es muy delgada.

Desde luego: muy, muy delgada. Apenas unos centímetros. Porque, además, para llegar a ser primer violín, son necesarios otros factores; no solo influye ser el mejor. Es más, puede que el talento tocando el violín no sea el más necesario de los factores.

Lo que voy a decir es, seguramente, una obviedad, pero una buena fórmula pasa por ser el primero de uno mismo. Competir con nosotros mismos para dar nuestra mejor versión. Lo veo mucho en el teatro y a veces lo digo: "Oye, a este tipo no le vendría mal hacerse una liposucción de ego". Esta profesión es muy jodida, yo me vigilo mucho.

Esa voz peligrosa…

Esa voz que me dice: "¿Por qué no me estrenan todo lo que debería?". Aparece esa especie de niño frustrado que no se siente lo suficientemente valorado. No sé quién metió en Wikipedia que soy uno de los autores españoles más representados. Pero, ¿quién mierda puso eso? 

En parte es verdad, ¡fíjese en 'Ay, Carmela'!, pero imagino que le fastidia porque, claro, quien lea eso dirá: "Para qué vamos a estrenar a este si ya estrena tanto".

Sí, sí [se ríe]. Ese halago es terrible, porque aparte de en Wikipedia apareció en no sé qué otro informe oficial. ¡Pero si tengo no sé cuántas obras sin estrenar! Lo que pasa es que nunca he sido un buen vendedor, no se me da bien llamar a la puerta. Probablemente haya también ahí algo de ego y amor propio. ¿Me permite una reflexión sobre esto del ego y la autoexigencia?

A eso hemos venido.

Empecé demasiado pronto a "ser alguien" en la facultad. Nada más llegar, me nombraron director de un grupo de teatro. En tercero, fundé el aula de teatro. Luego el seminario de teatro, después el grupo de estudios dramáticos. Tuve una juventud, digamos, exitosa en el ámbito teatral.

Llegó un momento en que creí que debía estar todo el tiempo a la altura de las expectativas. Eso me creó una tensión incluso física. Lo pasaba fatal. Hasta que me impuse salir de ahí. Me recuerdo mirándome al espejo, afeitándome, y diciéndome: "No tienes que demostrar nada a nadie, no tienes que demostrar nada a nadie". Esos contextos, la continua necesidad de demostración y la autoexigencia, son peligrosos.

Siguiendo con los jóvenes: con la nueva Ley de Educación, los alumnos podrán pasar de curso con asignaturas suspendidas si así lo considera el claustro de profesores. Se convierte la repetición en algo excepcional. ¿Teme que eso sea un disparo a la línea de flotación del esfuerzo? 

Oiga, ¿pero eso es así? ¿Está seguro? ¿Cómo puede ser así? No, no me parece bien. Además, se generará una escala de valores distorsionada de las asignaturas. Puede llegar a pensarse que no importa aprobar las materias más humanistas, al no considerarse trascendentales, para pasar de curso. "Bah, si es esa asignatura, da igual". Si los planes de estudio se orientan exclusivamente al mercado laboral, se mutila el proceso antropológico del alumno.

Sanchis Sinisterra lanzó en Barcelona la exitosa Sala Beckett.

Sanchis Sinisterra lanzó en Barcelona la exitosa Sala Beckett. Jorge Barreno

Los autores clásicos se cuelan en casi todos sus textos. Con la nueva norma, la Filosofía desaparece de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). ¿Cuáles pueden ser las consecuencias?

Desde mi punto de vista, es muy negativo. Antes de decidir, de un modo maniqueo, Filosofía sí o no, deberían preguntarse: ¿qué filosofía enseñamos y cómo la enseñamos? Los franceses hacen ese trabajo de repensar y actualizar las asignaturas.

A mí las dicotomías me dan mucho miedo. Mandan a la papelera una asignatura sin preguntarse: ¿lo que sobra es la asignatura o el modo en que se enseña? Me decía que desaparece la Filosofía de "cuarto de la ESO". ¿Qué edad tienen esos chavales? 

Catorce, quince, dieciséis…

¡Es ahí donde se configura identidad! Donde más hace falta la Filosofía. A mí me hablaron del existencialismo con esa edad. Fue una maravilla. Decidí la carrera que quería estudiar gracias a la Filosofía. Fue lo que me sacó de la duda. También me sirvió para escribir teatro y para ligar con las chicas, para qué engañarnos. Citabas a Camus y quedabas de puta madre.

"La Filosofía me sirvió para darme cuenta de la carrera que quería estudiar... y también para ligar con las chicas"

Oiga, una curiosidad: usted fue profesor de Federico Jiménez Losantos cuando él tenía más o menos esa edad. ¿Qué tal era como alumno? ¿Suele escucharle en la radio? 

Federico era uno de los alumnos más brillantes, tanto en Historia con Labordeta como conmigo en Literatura. Teníamos mucha relación con aquel grupo de chavales. No recuerdo si Federico en concreto, pero hicieron de canguros de las hijas de Labordeta y las mías.

Luego Federico se fue a Zaragoza, pero volvimos a coincidir en Barcelona. Me encontré con un joven lacaniano y radical de izquierdas como no te puedes imaginar. Ironizaba sobre los abuelos que éramos Labordeta y yo, que le parecíamos unos socialdemócratas.

No tuvimos mucho contacto en esa etapa, pero recuerdo aquel libro Lo que queda de España, con el que se posicionó contra los nacionalismos de una manera muy feroz. Terra Lliure lo secuestró, le ató a un árbol, le pegó un tiro… Imagino que sentir en su propia piel esa irracionalidad de un movimiento que se decía de izquierdas… Seguro que eso influyó en el cambio que ya había empezado a dar. 

¿Suelen charlar? 

Alguna vez me ha invitado a su programa, pero no sé… No quiero que sea una situación desagradable.

Hombre, pero se tienen cariño, suelen hablar bien el uno del otro.

Ya, ya, pero no sé… Es que a veces, yendo en algún taxi, le he oído algunas cosas que me han ofendido. Para atacar a la izquierda no hacen falta ciertas cosas. Federico es muy inteligente y eso le permite hacer gala de una lengua que a mí a veces…

Volviendo a la educación: en su obra, la palabra y la intertextualidad adquieren papeles protagonistas. Al fin y al cabo, eso es la lengua. Muchos autores de su generación nacidos en Cataluña y Valencia empezaron a escribir en catalán y valenciano durante la Transición a modo de protesta. Usted siempre ha escrito en español. Entonces y después. 

Como dice uno de los padres de la teoría del caos, "la causa de algo es todo lo demás". Me cuesta encontrar una causa. En mi época universitaria, el valenciano era una lengua como de pueblo, muy deteriorada. El catalán tuvo su reinaixença, pero el valenciano no. Sólo lo escuchaba en casa cuando venían algunos parientes.

Yo me dediqué a la literatura española, primero a aprenderla y luego a enseñarla. Me extasiaba con la prosa de Valle-Inclán, Cervantes, Garcilaso… Después, cuando aterricé en Barcelona, ya tenía 31 años y varias obras escritas. Me interesó el catalán, llevé a mis hijas al único colegio donde se enseñaba, yo también lo fui aprendiendo, pero hacer un viraje a esas alturas… No me motivaba.

Además, había empezado a descubrir, gracias a Labordeta, a los autores latinoamericanos. Tenía tal admiración por la lengua castellana… Pero al mismo tiempo vi cómo lo del catalán, que yo aprendía y amaba, se convertía en… 

En un arma política.

Me acuerdo de que en un congreso de literatura catalana decidieron que sólo era literatura catalana la escrita en catalán. Dejaron fuera a Manuel Vázquez Montalbán, a Juan Marsé, a Eduardo Mendoza… Fueron excluidos. De los medios de comunicación y de todo. Eso me empezó a sonar de otra manera. Luego llegaron mis viajes a América y me enamoré de la riqueza del castellano y sus distintas formas. Es un goce casi erótico.

Sanchis Sinisterra dirige hoy en Madrid el 'Nuevo Teatro Fronterizo'.

Sanchis Sinisterra dirige hoy en Madrid el 'Nuevo Teatro Fronterizo'. Jorge Barreno

En la introducción de algunas de sus obras, editadas por Cátedra, sus prologuistas mencionan que esa decisión de escribir en castellano le supuso cierta marginación.

Llegué a Barcelona con dos trabajos: profesor en un instituto de Sabadell y profesor en el Institut del Teatre. Hacía un montón de cosas, seguía escribiendo, pero me tenía que tragar mis obras. No existía como autor. Por eso creé el Teatro Fronterizo. 

Lo creó, entiendo, porque debido a ese ecosistema no le quedó más remedio que darse a usted mismo una infraestructura.

A mí no se me abría ninguna puerta. Poco a poco fui teniendo conciencia de que sólo se me valoraba desde un punto de vista teórico; no como dramaturgo ni director. No me daban cancha.

Lanzó la sala Beckett en Barcelona y alcanzó gran éxito. ¿Cree que le habría costado menos esfuerzo o que su éxito habría sido todavía mayor si hubiese compartido los postulados nacionalistas? 

Cuando hicimos La Noche de Molley Bloom, fue porque nos acogió el Instituto Británico. Magüi [Mira], actriz y mi esposa entonces, hizo un trabajo descomunal. La obra se convirtió en un éxito. Nos llamaron de un montón de sitios. Se empezó a hablar de El Teatro Fronterizo en toda España. Pero creábamos nuestras obras con muy pocos medios.

Con el éxito de Ay, Carmela empecé a ganar derechos de autor. Lo que pasa es que, tras la masiva acogida de nuestros proyectos, el Ayuntamiento de Barcelona, la Generalitat y el Ministerio quisieron colaborar con la sala Beckett. ¡Si yo nunca había sido anticatalanista! De hecho, mis talleres con alumnos sí eran en catalán. Lo hacía así porque era la lengua más usada por mis alumnos y salía mejor. Dicho esto: me he sentido muy bien acogido por la cultura catalana. Le debo muchísimo a Cataluña. 

Bueno, se sintió acogido porque se rindieron a la evidencia del éxito. Porque primero le tuvieron sepultado.

Digamos que me acabé sintiendo admitido. Supongo que habría algo de eso, pregúnteselo a ellos.

Usted tuvo trato con Albert Boadella. ¿Qué pensó cuando sufrió el acoso en su casa y los insultos?

Los nacionalismos son una forma de religión. Creen en algo abstracto y, como en toda religión, hay quienes son capaces de perseguir a los herejes y a los réprobos. He estudiado historia de las religiones. Escribí una obra atea militante contra los tres monoteísmos. 

El nacionalismo tiene un componente inevitable de religiosidad y fanatismo. Lo sentimental lleva a lo irracional. Además, los nacionalismos se retroalimentan. Ahí están los que consideran diabólico el nacionalismo catalán.

"Los nacionalismos son una forma de religión; hay quienes son capaces de perseguir a los herejes"

Vox es un partido nacionalista. 

Claro. Es como el fútbol, generan ese sentimiento de "nosotros y ellos". Oiga, perdone si usted es futbolero, ¿eh? Hay gente maja entre los futboleros [se ríe a carcajadas]: Juan Mayorga, Eduardo Galeano… ¡hasta mi ídolo Beckett!

Usted conoció aquella Barcelona vanguardista de los setenta. Los artistas y los escritores iban allí porque decían que era "como estar en Europa". ¿Le da pena Barcelona hoy cuando la mira? ¿Qué ha pasado?

Siento nostalgia de esa Barcelona mítica que viví. Era de un carácter europeísta, pero también cosmopolita en general: allí estaban los escritores latinoamericanos. Se ha producido un progresivo ensimismamiento de la cultura catalana. Tengo mi casa en Sant Cugat, allí han crecido mis hijas, pero no es la Barcelona que amé, valoré y conocí.

Usted habla siempre de las bondades del "mestizaje", que nada tienen que ver con ese "ensimismamiento".

Soy un optimista histórico. Sé que no tengo muchos motivos, pero creo que ese ensimismamiento está empezando a debilitarse. Es que yo ya me pierdo: ¿dónde está Ada Colau? ¿Es nacionalista? No puedo entenderlo, no tengo glándula nacionalista. 

Uno de los asuntos más interesantes tratados en sus obras es el límite entre la legalidad y la libertad. Lo ocurrido en Cataluña, donde usted vivió muchos años, tiene que ver con eso. 

Todo tiene que ver con la sanción de conceptos abstractos que se dan como inequívocos y no lo son. Siempre empieza con el lenguaje. Debemos vigilar el lenguaje permanentemente. Ahí se producen las falsificaciones. Admiro las palabras, pero también les tengo miedo.

En 'El cerco de Leningrado' puso de manifiesto la crisis de la izquierda.

Sí. Para mí el comunismo fue una gran decepción. Empecé leyendo a Marx, a Brecht. Me apasionó, pero luego vi lo que había sido realmente la Unión Soviética, los gulags, la miseria de los países del este… Muchos amigos comunistas me tachaban de socialdemócrata.

Antes hablábamos del nacionalismo, pero el comunismo también tiene un punto muy religioso.

Sí, también tiene mucho de eso. Por eso le decía que soy un marxista asilvestrado. Lo suelo hablar con un amigo: "Tenemos que refundar el comunismo, pero el verdadero comunismo, no esa mierda que pasó en la Unión Soviética y que nada tuvo que ver con las ideas de Marx".

En la Transición, muchos de los que estaban en el PCE, se pasaron al PSOE a cambio de cargos. Eso me inspiró El cerco de Leningrado.

Hoy, poco queda en España de esa izquierda universalista que, en Mayo del 68, clamaba por la igualdad de derechos. Ahora, la izquierda pacta con los movimientos nacionalistas, que promueven los derechos de unos pocos por encima de los del resto. 

Me hace usted preguntas de alta política. Yo es que tengo muy poco sentido de rebaño. Soy una polilla que atraviesa el mapa político y que no se siente cómoda con las rigideces. Yo tampoco lo entiendo porque para mí el nacionalismo es una cosa de derechas. Sigo votando a Izquierda Unida, pero es un acto más simbólico que otra cosa. Yo tampoco lo entiendo, no entiendo nada. El nacionalismo, para mí, es un atavismo.

"No entiendo los pactos entre la izquierda y los nacionalismos; para mí el nacionalismo es una cosa de derechas"

Le mencionaba antes la Transición: usted no era un escritor político, pero se lanzó a ello cuando tuvo la sensación de que "estábamos olvidando demasiado pronto".

En la Transición se olvidó demasiado pronto. También el PSOE. Yo lo percibí así.

La gran pregunta, imagino, es: ¿cómo combatir el olvido sin que tengamos ganas de matarnos otra vez?

En Teatro contra el olvido, en esa tercera parte que le contaba, vamos a afrontar esa pregunta en el caso de España, pero también en el de Colombia, que es mucho más reciente. Están excarcelando a paramilitares, miembros de la guerrilla… ¿Cómo hacen asesinos y víctimas para convivir en un mismo pueblo? Tenemos más cerca el caso de Euskadi.

Sanchi Sinisterra, en un momento de la entrevista.

Sanchi Sinisterra, en un momento de la entrevista. Jorge Barreno

Desde que se han puesto en marcha las "leyes de la memoria", los consensos resultan mucho más complicados. El guerracivilismo se ha desatado. 

Ahí es donde el teatro, con su capacidad de análisis, puede ayudar al público a continuar conviviendo sin olvidar. El teatro puede escudriñar y dejar abierto un camino. 

¿Está de acuerdo con que la "inercia de la dictadura llegó hasta 1982"? El Gobierno, con esa frase, lo que dice es que la democracia sólo llegó cuando gobernó el PSOE. Usted vivió como creador el estallido de libertad de finales de los setenta. 

Bueno, ¡la inercia de la dictadura llegó hasta más allá! En determinados sectores todavía permanece. 

Suele decir que España tiene "el virus de la confrontación".

Basta con mirar la Historia de España. Parece que sólo se puede aplacar ese virus desde una posición dictatorial. ¡El fútbol, es el fútbol lo que exacerba la confrontación! [bromea].

El otro día leí su 'Terror y miseria en el primer franquismo' (Ediciones Cátedra), esas piezas teatrales que, en la estela de Bertolt Brecht, narran la vida cotidiana de los vencidos. Tengo la sensación de que esas obras, a día de hoy, no suscitarían reacciones violentas en la sociedad. Sin embargo, cuando el político se pone a hacer leyes de memoria… todo cortocircuita.

Es una de las grandes responsabilidades del arte: hacer visibles aspectos que permanecen ocultos o que se han distorsionado. No existe una fórmula ideal. Antes hemos hablado del peligro de aleccionar. Por eso estoy obsesionado con acercar la fórmula dramática a la complejidad del mundo.

Se propuso terminar su nueva obra antes de fin de año. ¿Cumplirá con su palabra o actuará como un político? 

Mezclo lo real y lo no real. Creo que es ya una fase de delirio senil. Uno de los personajes es reportero de riesgo. Está muerto, pero en vida conoció la revolución sandinista, la primera intifada, las matanzas de Guatemala… Estoy viendo el modo. Como ve, hay salpicaduras de temas en los que uno corre el riesgo del didactismo. Intentaré, como el gran Chéjov, hacer al público buenas preguntas.

"Vuelve sagrado cuanto toques natural, cuanto toques sagrado vuélvelo natural", que decía su amigo Miguel Labordeta, hermano de José Antonio. 

Que así sea. "Vuelve sagrado cuanto toques natural, cuanto toques sagrado vuélvelo natural" [declama como si estuviera en un escenario].