¿Ley seca para los botellones en España?
El autor sostiene la tesis de que los botellones sirven a las administraciones para descargar en los ciudadanos su responsabilidad por la mala gestión de la pandemia.
Cada semana se celebran cientos de fiestas ilegales en España. Particularmente, a lo que parece, en las grandes ciudades. Y, muy singularmente, en Madrid. Quizá porque en otros lugares son menos diligentes para descubrirlas y desmantelarlas.
Durante los fines de semana, los jóvenes (y algunos no tan jóvenes) se citan en las redes o por WhatsApp para organizar botellones, celebraciones, despedidas, fiestas, juergas y saraos diversos.
Alcohol a raudales, sustancias estimulantes de diverso tipo, bailes, proximidad, gritos, abrazos y besos. Todo ello, por supuesto, con la mascarilla flácida. O sin ella. Carpe diem, dirían los interfectos si tuvieran conocimiento del latín. En román paladino, ¡a vivir que son dos días!
No seré yo, desde luego, quien intente comprender ni mucho menos disculpar a tanto descerebrado como anda suelto. Pero, más allá de las obviedades que todos podemos compartir, sorprende la falta de reflexión sobre el asunto. Aunque sólo sea en términos de eficacia.
¿Nos acostumbramos y damos por inevitable que cada fin de semana la policía desmantele cientos de reuniones prohibidas? Por cierto, por cada una que se descubre, ¿cuántas no son descubiertas? ¿Cuántas se celebrarán en España cada semana?
Si lo que se quiere es atajar el problema, parece evidente que las medidas puestas en marcha hasta ahora no sirven. La simple represión no es suficiente. A la vista está. Cada vez es mayor el número de quedadas. La pedagogía ha fallado estrepitosamente. La política de meter miedo, también.
La prohibición de bebidas alcohólicas no sólo no terminó con el consumo, sino que provocó un incremento de la delincuencia
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo se soluciona un problema de estas características?
Miremos a otros ámbitos para hallar paralelismos y destilar conclusiones.
Los economistas, por ejemplo, afirman que cuando el nivel impositivo supera cierto límite se provoca un efecto perverso. El ciudadano se resguarda, aumenta la economía sumergida, las empresas se defienden como pueden y, finalmente, incluso baja la recaudación.
Un caso extremo pero muy aleccionador fue la instauración de la llamada ley seca en Estados Unidos. La prohibición de las bebidas alcohólicas no sólo no terminó con el consumo, que se refugió en la clandestinidad, sino que provocó, como sabemos por tantas películas clásicas, un incremento de la delincuencia y del crimen organizados en una magnitud nunca vista.
Si la pura represión no sirve, sólo queda la regulación. Ahora bien, ¿cómo se modula esta para hacerla compatible con las exigencias sanitarias?
Antes de contestar, conviene hacer un diagnóstico de situación. Y este nos lleva a un análisis político nada banal, que trasciende en muchos aspectos este asunto en concreto.
Seamos claros. Tal y como están las cosas ahora mismo, la celebración de botellones robustece los objetivos de las autoridades. De todas, las nacionales y las autonómicas. Es lo que yo denomino el proceso de socialización de la culpa. La pandemia se extiende “por culpa de todos”: no hacemos caso a las recomendaciones, nos juntamos en familia, nos reunimos con amigos, quisimos celebrar las Navidades o pretendemos viajar en Semana Santa.
O sea, cuanta más ineficiencia, medidas más draconianas
Esto permite a los poderes públicos (repito, todos, nacionales y autonómicos) exonerarse de culpa. El foco ya no se pone en la ausencia de previsión, la falta de rastreo, las medidas insuficientes, el caos organizativo, el despilfarro de recursos, las normas contradictorias, los atascos burocráticos o el control adecuado del proceso de vacunación.
El modelo de casi todas las autoridades ante la pandemia se parece al seguido en la enseñanza desde hace muchos años. A menor calidad educativa, más cháchara pedagógica.
O sea, cuanta más ineficiencia, medidas más draconianas. Ximo Puig como paradigma. O también Castilla y León. Cerradas ambas comunidades a cal y canto y sin mejores resultados que la Comunidad de Madrid, que ha dado un ejemplo de cómo conjugar requerimientos sanitarios y necesidades económicas.
¡Claro que confinando de modo estricto se reducen los contagios! ¡Y si no saliésemos de casa para nada durante un año, mejor aún! Ya lo dice el refrán: muerto el perro se acabó la rabia.
Pero lo que un gobernante debe saber es que no se pueden matar moscas a cañonazos. Una economía como la española no se puede permitir mantener más tiempo este cerrojazo, a riesgo de un colapso generalizado e irreversible.
Se ha dicho muchas veces que el Gobierno se ha lavado las manos, pasándole la patata caliente a las comunidades autónomas. Pero lo que se ha dicho menos es que estas, por lo general, están encantadas de ver reforzados sus poderes.
Ahí están los surrealistas cierres perimetrales, que permiten a los sátrapas locales reinar en sus taifas como caciques a la vieja usanza. En mi territorio no entra nadie hasta que a mí me salga de las narices.
La conducta juvenil sirve a las mil maravillas al poder político para exculparse y responsabilizar a la población
Se puede entender mejor ahora que no es casualidad lo que ocurre los fines de semana. Una parte de la población está harta de tantas mentiras, tanto sinsentido, tanto ordeno y mando sin pies ni cabeza. O incluso, seamos francos, prefiere arrostrar el riesgo de contraer la enfermedad (sobre todo cuando se trata de jóvenes) a seguir así, en manos de la clase política más inepta de nuestra ya no tan joven democracia.
Por su parte, esta conducta juvenil que, reitero, ni comparto ni disculpo, sirve a las mil maravillas al poder político en el triple sentido que antes apunté. Para exculparse, para responsabilizar a una parte de la población y para incrementar las medidas represivas.
¿Soluciones? Las hay, por supuesto. La iniciativa debería ser de los poderes públicos, con tres condiciones a modo de punto de partida.
Primera, cambiar el carácter meramente prohibitivo de las normas por una regulación más flexible.
Segundo, aumentar la eficacia en todos los órdenes, desde el sanitario al asistencial, con especial atención a los sectores que más sufren la situación.
Tercera, acabar con las contradicciones entre lo que se legisla a un lado y otro de las múltiples fronteras que han surgido en esto que antes era un país y ahora son diecisiete estaditos. Da un poco de pudor tener que recalcar lo obvio: hace falta una política nacional.
Las soluciones no son fáciles, desde luego. Pero más inviables son si no se acometen ni hay voluntad de hacerlo. Sinceramente, tampoco creo que a estas alturas la clase política tenga incentivos para tal desempeño.
En este sentido, sí hay una responsabilidad colectiva, pues los ciudadanos se han dejado conducir, por lo general, con una docilidad digna de mejor causa.
En este marco debe entenderse la contestación juvenil en forma de fiestas durante los fines de semana. ¡Qué pena que la única muestra de rebeldía hasta la fecha haya tenido lugar en un plano necio, frívolo e insolidario!
No es reuniéndose a escondidas a beber como se combate la ley seca.
*** Rafael Núñez Florencio es historiador, profesor de Filosofía, editor y crítico en El Cultural y Revista de Libros.