Resumen de lo publicado.-La comisión parlamentaria que investiga el escándalo del estraperlo exhorta a los órganos judiciales que investiguen si se ha cometido un delito.
-Venga, Inés, que no llegamos. Mira que eres torpe.
-Espera, Rosa, por favor, qué impaciencia…
Las primas de Pepe Mañas llegaban andando desde la parada del tranvía y entraron, a primera hora, en el mercado de la Cebada. Allí las había enviado su tía, por estar mejor surtido que el de Carabanchel, sobre todo en carnes. Era todavía temprano y el lugar estaba lleno de criadas con la cesta al brazo. El edificio era de hierro, a lo parisino, y, por dentro, luminoso y bullicioso. Nada más traspasar la puerta las verduleras te ofrecían ajos y hierbabuena, y unas se adornaban coquetonamente el pelo con hojas de perejil. “Mira esas frescas”, musitó Rosa. Ella era algo cascarrabias. Las dos hermanas, por tamaño, podían haber pasado por niñas de trece años y tenían más de treinta. Con un físico parecido, ya fuera invierno o verano, siempre llevaban el mismo vestido, que les dejaba los brazos y piernas al aire, los mismos zapatitos menudos, la melena igual de cortita, por encima del hombro. Si hacía fresco se ponían, como ahora, una rebeca. Si hacía frío, tiraban de abrigo. Pero el vestido nunca cambiaba. No eran ni guapas ni feas sino anodinas, muy blanquitas de piel, eso sí, y con una expresión tan moldeable como su carácter.
-Ay, mira esos cangrejos qué buena pinta, Rosa.
Entre los sacos húmedos de unas banastas se movían los cangrejos, montados unos sobre otros. También había al lado tortugas, para que se comieran los insectos de las casas. Los bichos luego dormían debajo de los armarios. Inés las miraba. Pero Rosa no estaba de humor. “No pierdas el tiempo”. Se paró delante de una montaña de ajos y cebollas y al vendedor le señaló lo que quería.
-Una ristra de ajos para la señorita Rosa. Y dos pimientos rojos.
Llegaba el momento de pagar, y Rosa regateaba. “Es usted demasiado, señorita Rosa. Lléveselo, ande”. Rosa se alejó, orgullosa. Inés la seguía. El sol matutino iluminaba las rojas carnes sobre los mostradores. “Mira qué buena pinta tiene eso, hermana”. Pasaron junto a una cantina cuya dueña tenía grandes pucheros donde hacía el café con que desayunaban los comerciantes. También preparaba estofados. Pero a Rosa nada de aquello le interesaba. Más allá había una fuente de caño ancho donde lavaban los pescados, y se veían muchos conejos y cabritos colgados de ganchos, con la cuchillada en el cuello.
-Deme un conejo.
-¿Y eso, Rosa?
-Para la paella, que me lo ha encargado la tía. Que le va a gustar al tío y al primo Pepe.
Le tocó a Inés llevarlo en la cesta y siguieron avanzando. En la carnicería, un hombre desollaba una cabeza de ternera y tenía en el suelo otra de vaca, informe, sanguinolenta. Los trozos de carne chorreaban sangre fresca desde los garfios. Había mucho cabrito y cordero atado por las patas y a los corderos despellejados, de ojos saltones, se les dejaba el pelo en los hocicos, como si tuvieran bigote. Rosa lo miraba todo, se interesaba por los precios. Inés la seguía. Por las altas ventanas del edificio, abiertas para airear el mercado, entraba el solecillo que iluminaba las banastas llenas de lechuga, repollo, coliflor, remolacha, manzanas, peras, naranjas. De fruta cogió algo Rosa: “esto, eso y aquello”. Todo lo regateaba. Mientras tanto, Inés miraba las morcillas, los chorizos, las salchichas. A las diez de la mañana el mercado era un enjambre de cocineras y criadas que regateaban con las verduleras y los carniceros.
Entregas Anteriores
Ramón y Pombo (27 de octubre de 1935, domingo)
Dictamen de la Comisión Parlamentaria sobre el estraperlo (26 de octubre de 1935, sábado)
Entrevista a Largo Caballero (25 de octubre de 1935, viernes)
¡Viva el estraperlo!
Mañana 29 de octubre los miembros de la cámara deciden si votar a favor o en contra de la inculpación de los involucrados en el escándalo del estraperlo.