¿Cómo aprendemos a leer?
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Cuando somos aún niños, en nuestra etapa infantil, aunque no lo recordemos con claridad sabemos que algunos de nuestros compañeros tardaban más (y otros menos) en aprender a leer. No tiene que ver directamente con nuestro nivel de inteligencia, repetición o persistencia por lo que sabemos hasta ahora. Por ejemplo, el nivel socioeconómico ha demostrado sí tener un vínculo significativo con el nivel de lectura, algo curioso como poco. Pero, ¿y las demás diferencias? ¿por qué algunos niños aprenden más rápido y/o son más veloces que otros?
La neurociencia de la lectura
Estas preguntas también se las hizo la neurocientífica cognitiva y psiquiatra Fumiko Hoeft, de la Universidad de California, en San Francisco. Hoeft se preguntó si, de la misma forma que la genética decide nuestro aspecto físico, también decide cómo se organizan las redes cerebrales, y cómo se interconectan entre ellas, mejorando o empeorando así la capacidad de lectura.
Por ello, Hoeft y sus colegas realizaron un estudio longitudinal de tres años de seguimiento con el fin de descubrir la neurociencia básica de la lectura. Reclutaron a niños de entre cinco y seis años de edad, algunos de los cuales ya se sabía que tenían dificultades para la lectura o riesgo de ello, y otros que no tenían riesgo alguno para tal dificultad. Se les sometió a un escáner cerebral y se probó su capacidad cognitiva general, así como otros factores como la facilidad para seguir instrucciones o la coherencia para expresarse. Por su parte, sus padres y su vida familiar también fueron investigados, preguntando sobre cómo ocupaba el niño su tiempo libre, si leía mucho o poco, o si veía la televisión.
Tras tener en cuenta otros factores como la genética, el ambiente, o la capacidad lingüistica previa en lectura y escritura, además de la capacidad cognitiva, sólo se detecto una cosa que podía predecir el rendimiento del niño para aprender a leer: El crecimiento de materia blanca de la región temporoparietal izquierda. Y dicho crecimiento se producía justo entre los 5 y los 8 años, pues su cantidad previa antes de entrar al jardín de infancia no tenía correlación alguna con la lectura.
La importancia de la materia blanca en la lectura
Por si vais un poco perdidos, debemos recordar qué son la materia gris y la materia blanca. Por su parte, la materia gris son las agrupaciones de los cuerpos de las neuronas, la zona que hace el trabajo duro en si mismo dentro del cerebro; por otra parte, la materia blanca serían las conexiones entre neuronas, ya sea en forma de sinapsis o axones neuronales, el medio de comunicación entre neuronas y entre partes de la corteza cerebral mediante señales eléctricas y neurotransmisores.
En su investigación, Hoeft registró un aumento del volumen de esta materia blanca en una zona específica, la región temporoparietal izquierda, cuya función es el procesamiento fonológico, el habla y la lectura, es decir, la zona donde se procesan los sonidos y las letras y se les da significado. Según sus conclusiones, si no se da un aumento de materia blanca en un momento crítico del desarrollo en la infancia, los niños sufren dificultades para la lectura.
“Nuestros hallazgos podrían interpretarse en el sentido de que todavía hay cierta influencia genética. También es probable que el desarrollo de la materia blanca dorsal esté influenciado por el medio ambiente al que los niños estén expuestos en dicho momento crítico de la infancia, ya sea en el hogar, el entorno escolar o la clase de enseñanza de lectura que van a obtener”
Pero el objetivo de Hoeft no se queda sólo en entender cómo aprendemos a leer en la infancia, sino que va más allá, como por ejemplo la edad ideal para aprender a leer, o qué método de enseñanza es más eficaz para este fin. Lo que parece ser cierto, por el momento, es que el punto de partida con el que el niño acude a la guarderia no tiene tanta importancia como se pensaba, y que el desarrollo de la lectura depende en gran medida de ese punto crítico de tres años, donde se decide la facilidad y las habilidades de lectura.
Aquí podríamos aplicar la conocida frase de: “No es importante cómo se empieza, sino cómo se termina“.
Vía | New Yorker.
Fuente | Psychological Science.