En una guerra moderna, los errores de precisión son escasos. La gran mayoría de las masacres civiles -estaciones ferroviarias, teatros llenos de refugiados, restaurantes, hoteles para la prensa extranjera…- que se disfrazan como accidentes son en realidad un objetivo buscado de antemano. El terror es una herramienta poderosa y toda superpotencia es consciente de ello. Te hace quedar mal ante la comunidad internacional, pero te acerca a la victoria en la guerra. O, al menos, eso piensa Rusia.
De ahí que, desde el principio, los ataques a posiciones completamente alejadas del frente hayan sido una costumbre. Eso y los bombardeos a edificios residenciales o a lugares de ocio frecuentados por ciudadanos de a pie. Este mismo martes, el ministro ruso de defensa, Sergei Shoigú, amenazaba con utilizar bombas de racimo de ahora en adelante… pero esas mismas bombas de racimo las lleva utilizando Rusia desde el mismo febrero de 2022 en la ciudad de Járkov. Como siempre, contra objetivos civiles.
Ahora bien, aunque sean escasos, esos errores existen, y a menudo el Kremlin juega con márgenes de error demasiado pequeños. Si hace dos semanas, fue Rumanía a través de su primer ministro quien protestaba públicamente por los ataques a su frontera, este martes ha sido Polonia quien ha visto cómo los misiles rusos caían a escasos kilómetros de su límite territorial. En este caso, sobre las ciudades de Lutsk y Leópolis, al oeste de Ucrania, cientos de kilómetros alejadas del frente y sin relevancia militar alguna.
Hay que recordar que tanto Rumanía como Polonia son países miembros de la OTAN, es decir, que un ataque que se considerara premeditado o que se entendiera como un acto de guerra, activaría inmediatamente los protocolos de actuación conjunta de la Alianza Atlántica contra Rusia. Si eso derivaría en una guerra nuclear, como se empeña en hacernos creer la propaganda desde el inicio del conflicto, o, más probablemente, en una mayor intervención occidental que pusiera al ejército de Putin contra las cuerdas de una vez por todas es lo que está por ver.
La obsesión por Polonia
Los ataques de este martes han sido, además, especialmente violentos. Según fuentes oficiales ucranianas, se trataría del mayor bombardeo sobre Leópolis desde los primeros días de la guerra. Aparte, habría sido alcanzada una fábrica en Lutsk, algo más al norte, con un saldo de tres muertos y once heridos. Ambas ciudades se encuentran a menos de cien kilómetros de la frontera con Polonia, quien ha reforzado en el último mes sus fronteras con Bielorrusia por la presunta amenaza de tropas infiltradas del Grupo Wagner.
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Polonia ha sido desde el principio, junto a las tres repúblicas bálticas, el país de la OTAN más resuelto a la hora de apoyar a Ucrania. En ello afecta la histórica relación entre ambos países (el oeste de Ucrania formó parte durante siglos del reino de Polonia), pero sobre todo el miedo compartido a la amenaza que supone Rusia. De alguna manera, en Varsovia son conscientes de que Ucrania está librando la guerra por ellos y que solo les vale la victoria. En el resto de occidente podemos andarnos con cálculos. Para Europa central, el imperialismo ruso es una cuestión existencial.
De hecho, Polonia ha sido objeto habitual de las amenazas de los propagandistas del Kremlin en la televisión y la prensa estatal. Expertos historiadores como Yuri Felshtinski o Mijail Stanchev han documentado la obsesión de Putin por el país presidido por Andrzej Duda. Una obsesión, afirman, comparable a la que movió a Stalin a repartirse con Hitler la mitad de su territorio y después condenarlo a convertirse en un país satélite de la Unión Soviética.
Ataque a una guardería
En Leópolis, afortunadamente, no hubo que lamentar víctimas mortales, como sí sucediera el pasado mes de julio, cuando otro ataque con misiles acabó con la vida de diez personas en un complejo residencial situado cerca del centro histórico de la ciudad. Eso sí, entre los quince heridos registrados se encuentra al menos un niño de una guardería junto a la que cayó uno de los misiles, provocando escenas de llanto, pánico y auténtica angustia.
Aunque Ucrania afirma haber derribado la gran mayoría de los misiles rusos gracias a los equipos de defensa antiaérea cedidos por la OTAN, el ataque ha vuelto a poner en evidencia la necesidad de dotar de más medios al país de Zelenski. En declaraciones a Reuters, el portavoz de las Fuerzas Aéreas ucranianas, Yuri Ihnat, insistió en que "el 100% de estos ataques se podría evitar si tuviéramos cazas F-16 en nuestro poder".
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La afirmación es algo arriesgada, pero pone de relieve el inmenso retraso que acumula Occidente respecto al envío de estos aviones. Hace ya meses que Biden dio su autorización para el inicio de la formación de pilotos ucranianos en distintos países de la OTAN, pero esa formación, programada para este mes de agosto, sigue sin comenzar. Aparte, recientemente, el Pentágono mostró su malestar por la falta de un plan de actuación común europeo a la hora de ceder sus cazas.
Sin la elaboración de dicho plan -cuántos aviones, cuándo y adónde- y el posterior refrendo de los Estados Unidos, Ucrania no podrá disponer de ningún F-16. Sería muy extraño que la espera no se prolongase hasta la próxima primavera, lo que hace temer otro largo invierno de bombardeos rusos. La superioridad aérea no es solo clave en términos decisivos para interceptar los misiles de larga distancia enviados desde territorio ocupado, sino que puede determinar el éxito o el fracaso de la ofensiva ucraniana. Sin los F-16, Ucrania tiene muy difícil superar las distintas fortificaciones defensivas que Rusia sigue construyendo en el sur y el este del país.