"Sólo me van a sacar de la lucha cuando muera". La frase es de Lula da Silva y suena ahora a premonición. Estábamos en 2018 cuando la pronunció. Brasil vivía un acalorado período pre electoral y Lula, el candidato favorito de todas las encuestas, estaba a punto de ingresar en prisión, condenado por el macrocaso de corrupción Lava Jato, dejando el camino del Palacio del Planalto despejado para la elección del ultraderechista Jair Bolsonaro.
Parecía el final para el león de la izquierda latinoamericana. Desterrado de su prestigio e inhabilitado para la política, condenado a salir por la puerta de atrás, con el peso de haber traicionado a los que había jurado defender: el pueblo, los más desfavorecidos de un país tremendamente desigual que amanecían ahora huérfanos de su líder.
Desde la cárcel, en la que pasó 580 días, Lula siempre clamó por su inocencia, diciéndose víctima de una persecución política para retirarle de la carrera por unas elecciones que, todo indicaba, iba a ganar. La sentencia era, sin embargo, implacable: 12 años de cárcel por corrupción y la retirada de todos sus derechos políticos, incluso el de votar, derecho que no pudo ejercer en los comicios de 2018.
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Y cuando todos ya le veían como un cadáver político, Lula hizo lo que había prometido y lo que mejor sabe: luchar hasta lograr la resurrección. Desde su celda continuó la batalla judicial por demostrar su inocencia. "Allí me quedé, tranquilo, preparándome como se preparó Mandela durante 27 años", diría el político.
No tuvo que esperar tanto tiempo. En marzo de 2021, el Tribunal Supremo Federal anuló todos los cuatro procesos juzgados por el Tribunal de Curitiba, bajo los mandos del juez Sérgio Moro – que entonces ya había abandonado la judicatura para unirse al Gobierno de Bolsonaro – al considerar que no se trataba del tribunal competente para hacerlo. Además, en junio del mismo año, el Tribunal Supremo anuló todos los actos llevados a cabo por Moro y le acusó de falta de imparcialidad, señalando que la actuación del juez tuvo cariz "político" y apuntó a "desprestigiar" a Lula frente a la opinión pública.
A poco más de un año para las siguientes elecciones, Lula consumaba su resurrección: salía de la cárcel, demostraba la persecución urdida en su contra y estaba de vuelta a la arena política para enfrentarse a Bolsonaro. Desde entonces, las encuestas le posicionaron en el primer puesto y de allí no salió.
Lula entra en el Palacio del Planalto para un tercer mandato y se convierte en el primer presidente en conseguirlo. Lo hace con una victoria a su estilo: tras un camino difícil y lleno de obstáculos, espejo de lo que fue su vida.
De la pobreza a la presidencia
Séptimo hijo de una pareja de campesinos analfabetos, nació el 27 de octubre de 1945 en el estado de Pernambuco. Su madre, doña Lindu, es la referencia en muchos de sus discursos, aún a día de hoy. De su padre, que sólo conoció a los cinco años, sólo tiene recuerdos de abandono y violencia.
Con 11 años se traslada con su madre y sus hermanos a São Paulo. Viven todos en un cuartucho en las traseras de un bar, en las condiciones más degradantes que se puedan imaginar. Lula trabaja de todo lo que puede: desde limpiabotas a vendedor ambulante o mensajero. Y, con 12 años, consigue su primer trabajo con cartera profesional en una tintorería.
"Sólo quería ser un buen profesional, cobrar mi sueldo, vivir mi vida. Casarme, tener hijos. Nada de eso del liderazgo sindical estaba en mi cabeza"
Lula sólo tiene la enseñanza básica, pero con 15 años se candidata a una plaza de aprendiz de tornero mecánico, en una empresa metalúrgica. Consigue el empleo y se convierte en el primer hijo de doña Lindu en recibir el sueldo mínimo fijo. Aquella oportunidad le cambió la vida, como habría de recordar años más tarde. Gracias a esa plaza consigue entrar en el curso técnico de tornero mecánico del Servicio Nacional de Aprendizaje Industrial en el que se gradúa con 18 años.
"Fue lo mejor que me pasó en mi vida. Porque me convertí en el primer hijo de mi madre en ganar más que el sueldo mínimo, el primero en tener un coche, una televisión, una nevera, todo gracias a mi profesión de tornero mecánico", dijo cuando ya era una referencia política en Brasil.
En pleno auge de la dictadura brasileña, Lula empieza su participación activa en los sindicatos. En 1967 ingresa en el Sindicato de los Metalúrgicos de São Bernardo do Campo, por influencia de su hermano, Frei Chico, operario fabril y militante del Partido Comunista. En 1969, sale elegido como suplente para la dirección, pero en ese momento no le pasa por la cabeza liderar el movimiento.
"Sólo quería ser un buen profesional, cobrar mi sueldo, vivir mi vida. Casarme, tener hijos. Nada de eso del liderazgo sindical estaba en mi cabeza", diría años más tarde.
Pero la vida tenía otros planes para Lula, anclados, como no, en otra tragedia. Con 26 años pierde a su mujer, un año más joven, y a su hijo durante el parto. Se hunde en una terrible depresión y usa el trabajo sindical para evadirse de ella. Lee mucho, forma una conciencia de clase y se dedica a la lucha por los derechos de los trabajadores.
Con él, el movimiento sindical gana un nuevo aliento y fomenta nuevas formas de lucha en pleno régimen dictatorial en Brasil. En 1979, bajo el liderazgo de Lula, 170.000 trabajadores se adhieren a una huelga en São Paulo. La policía reprime el movimiento, pero la Iglesia se posiciona al lado de los operarios. Su actividad le llevaría a la cárcel en 1980 durante un mes, pero acaba saliendo sin cumplir la totalidad de la pena de tres años y medio.
Es ese año en el que Lula crea el Partido de los Trabajadores que se estrena en las elecciones en 1982, las primeras en democracia tras el golpe militar de 1964. Lula se candidata al cargo de gobernador de São Paulo, pero termina en cuarto puesto, con 1.144.648 votos y piensa en abandonar la política.
Resiliencia y tenacidad
Según cuenta su biógrafo, Fernando Morais en Lula. La Biografía, la travesía en el desierto duró más de dos años, hasta que, en 1985, Lula viaja a Cuba para asistir a un seminario organizado por Fidel Castro. Es el revolucionario cubano quien le hace repensar su futuro. "Desde que la humanidad inventó las elecciones, ningún trabajador en ningún lugar del mundo ha conseguido un millón de votos como tú. Si me permites el consejo de alguien más mayor y con más experiencia, no tienes el derecho de abandonar la política. No tienes derecho de hacerle eso a la clase trabajadora", le dijo Castro.
Cuando regresa a Brasil, Lula se replantea volver a la política y, en 1989, se candidata por primera vez a la presidencia del país, que perdería en la segunda vuelta para Fernando Collor de Melo. Lula perdería aún dos veces más, en 1994 y 1998, contra Fernando Henrique Cardoso, que se hizo con la presidencia en la primera vuelta.
Pero las elecciones de 2002 le reservaban un destino distinto, premiando su tenacidad. Lula ameniza su discurso, intenta dar una visión menos radical de sí mismo y lanza una carta al pueblo brasileño en la que se compromete a cumplir los contratos y la deuda externa, los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional y mantener a raya la inflación. A la vez, se compromete a mejorar la vida de los brasileños y no dejar de mirar a la clase trabajadora y a los más desfavorecidos de la sociedad.
Y al cuarto intento, Lula sale elegido para el Palacio del Planalto en la segunda vuelta. A la vez que mantiene la austeridad fiscal Lula lanza una serie de iniciativas de apoyo a la población de bajos ingresos como el Hambre Cero, Bolsa Familia, Luz para Todos y el Programa Universidad para Todos. Anclado en el aumento de exportaciones y el auge de las materias primas, el Gobierno acaba con la deuda externa al FMI y Brasil atraviesa su mejor periodo económico de los últimos años.
Además, la política externa del presidente fortalece la presencia del país en el exterior y el multilateralismo. "Me encanta este tipo. Es mi ídolo, el político más popular del planeta", dijo entonces Barack Obama, presidente de Estados Unidos.
Lula abandonaba el cargo con la popularidad por las nubes: un 87% de la población brasileña aprobaba su Gobierno.
Sin sorpresas, Lula revalida el mandato en 2006 y lo termina con un saldo más que positivo: casi 30 millones de brasileños salieron de la pobreza en sus ocho años de gobierno, el paro bajó hasta los 5,3%, el sueldo mínimo subió un 53,6% y las exportaciones brasileñas alcanzaron los 200 billones de reales, un récord entonces.
Lula abandonaba el cargo con la popularidad por las nubes: un 87% de la población brasileña aprobaba su Gobierno. Y fue aupada por esta popularidad que Dilma Rousseff le sucedió en el cargo dando continuidad al liderazgo del PT.
'Antipetismo'
El resto de la historia es conocida: Dilma termina saliendo del cargo en su segundo mandato por un impeachment muy polémico anclado en el declive de la economía brasileña, las protestas en las calles y los ecos de corrupción involucrando al PT que ya empezaban a sonar.
Surge la figura de Sérgio Moro como el azote de la corrupción en Brasil y el caso Lava Jato parece llevarse a todo el partido por delante, con Lula a la cabeza.
El desprecio y casi odio que genera la figura del expresidente es proporcional al consenso positivo que había generado en sus años de Gobierno. El pueblo brasileño, que había depositado en él la fe del cambio, que había visto como uno de los suyos subía los duros peldaños de la escalera social brasileña hasta llegar al punto más alto sin dejar de mirar por los más desfavorecidos, se sentía traicionado.
Creció en la sociedad un fuerte sentimiento 'antipetista' que, asociado a la polarización acentuada y el descontento social creó el caldo de cultivo propio para el ascenso de un líder de la extrema derecha, mediocre y sin ideas, como Jair Bolsonaro.
Sus cuatro años de gobierno dejan atrás números aterradores: el número de personas que padecen hambre en el país se duplicó y llega a los 33 millones, la inflación se disparó, pero, sobre todo, estremecen el número de muertes de la pandemia. La gestión desastrosa, basada en un discurso negacionista, que tildó la Covid de “gripecita”, negó confinar a la población y desincentivó el uso de la mascarilla, se saldó con más de 680.000 muertos.
La comisión parlamentaria de investigación acusó a Bolsonaro de "crímenes de lesa humanidad", por haber dejado que el coronavirus destrozara el país y matara a cientos de miles de personas, obviando las medidas de protección que el resto del mundo implantó y recomendó la intervención del Tribunal Internacional de la Haya.
Ahora, si gana, Lula enfrentará el desafío de reconstruir un país devastado en la economía, la sanidad, el medio ambiente, pero también en sus cimientos democráticos y en su confianza en las instituciones. Lo hace mirando a los suyos, prometiendo seguir defendiendo a los más desfavorecidos, para que todos puedan "comer tres veces al día".
"He vivido en una habitación con 13 personas. Sé lo que el pueblo está pasando. Así que no puedo mentir. No puedo ganar las elecciones a los 76 años y decir que ‘mira, he ganado, pero no puedo hacer nada, perdona, pero tengo que proteger el mercado, tengo que tener responsabilidad fiscal y mantener el techo de gasto’" dijo Lula entre lágrimas durante la campaña. "¿Y el techo de comida, el techo de empleo, el techo de salario, el techo de salud? ¿Quién se lo va a devolver al pueblo? Es este ciudadano emocionado el que quiere llegar a presidente. Y si llego, es para cambiar las cosas".
Brasil le ha dado su respaldo. Ahora es su misión no defraudarle.