Así me escondí de la Policía para atender a una embarazada a punto de morir
- Tanto la mujer como el bebé estuvieron a punto de morir en el parto. No he vuelto a recibir noticias.
- No sé si ahora están en este mundo o en el otro, al que van los que pelearon hasta el final.
- La primera vez que vi las cicatrices de la tortura.
Llevaba ya algo más de una semana en la isla de Quíos y todavía no había entrado al campo de refugiados de Vial. Una noche, a las nueve, fui allí a recoger a un traductor árabe.
En Quíos siempre oscurecía muy pronto. De camino, parecía que las curvas de la carretera me iban a tragar en lo más profundo de la noche.
Por fin llegué a Vial, pero no estaba el traductor esperándome. Aguanté cinco minutos, observando a los refugiados relajarse en las mesas de un merendero en la puerta del campo.
Sonó el teléfono. Era el traductor. Había una emergencia y se habían retrasado. En un inglés con erres muy marcadas y vocales pronunciadas de forma muy despreocupada, me dijo: “¿Tienes las credenciales para pasar dentro?”.
Las tenía, así que entré al campo por primera vez solo y en la oscuridad. Según me había dicho el traductor, tenía que andar todo recto hasta encontrármelo. El camino no era muy ancho, había refugiados apeados a ambos lados mirándome fijamente. Con su piel morena y sus ojos oscuros me recordaban a la mirada atenta y curiosa del gato. En ningún momento me sentí intimidado. Comencé a fijarme en los containers en que vivían los refugiados de esa zona. Estaban tan hacinados que apenas tenían espacio para moverse. Los tendederos, colapsados por toallas y ropa. No pude discernir mucho más por culpa de la oscuridad, pero sí me fijé en un rostro conocido al otro lado de la valla que separaba el camino de los containers.
Me saludaba con la mano. Le había dado clase hacía unos días. No sé por qué, miré hacia arriba; como si estuviera dispuesto a saltar la valla para encontrarme con él. Me topé con el alambre de espino. Volví a bajar la mirada y seguía observándome con una sonrisa, casi podíamos darnos la mano. Tras un breve saludo con la cabeza seguí andando. Volví a girarme a los diez metros, pero las sombras ya se lo habían comido.
A las ocho de la mañana del día siguiente volvieron a sonar las alarmas. Nos esperaba otro landing en el puerto. La médico de Salvamento Marítimo seguía ausente, por tanto tenía que cumplir de nuevo la delicada tarea de jugar a ser médico licenciado.
La policía había empezado a mosquearse. Esa misma mañana se había publicado un nuevo comunicado por el cual todas las personas que ejercieran funciones sanitarias, tanto en los landings como en Vial, tenían que presentarse ante el Ministerio de Sanidad griego para obtener el visto bueno y poder operar en Quíos.
Como digo, esa mañana estaban especialmente mosqueados. Prohibían sacar los teléfonos, amenazaban con echar a los fotógrafos. El coordinador griego de Salvamento Marítimo me había advertido de la tensión del ambiente, exigiéndome que extremara las precauciones. Mi máxima era discreción absoluta.
El barco militar de la guardia costera griega había recogido a los refugiados en las cercanías de Quíos. Yo estaba esperando, mirando al mar, cuando apareció un barco de grandes dimensiones con una ametralladora en la proa. Estaba suspendido entre dos azules: el claro del cielo, arriba; y el oscuro del mar, abajo.
Comenzaron a bajar al puerto por un tablón de madera bastante empinado. El orden de desembarco era el mismo que en el Titanic: mujeres y niños primero, ancianos después, los varones en último lugar, como si estuvieran defendiendo la retaguardia de una retirada. Estos últimos eran los más perjudicados por el trato policial. Las embarazadas y los niños recibían más sonrisas, más dulzura.
La policía no tenía tanta paciencia con los hombres, especialmente los jóvenes. Les metían prisa para que bajaran, algunos incluso recibían gritos. Muchos se habían mojado en la ruinosa barca con la que se habían adentrado en el mar, de modo que vestían la ropa calada y se habían quitado los zapatos. Sus pies descalzos o los calcetines mojados no se agarraban muy bien al empinado tablón. Recuerdo a un chico de camiseta azul marino, un color muy apropiado para la odisea que había emprendido, pensé. Parecía que tenía dificultades. En vez de recibir ayuda, escuchó un grito. Parece que fue la gota que colmó el vaso de su equilibrio. Empezó a tambalearse, postergando lo inevitable, hasta que cayó de culo sobre la dura madera.
Una vez todos abajo, los separaron en dos filas según el sexo. Nunca había visto tantas nacionalidades juntas: afganos, iraquíes, iraníes, sirios... Me sorprendió un grupo de mujeres africanas. Como nadie hablaba francés, utilicé el mío, polvoriento y abandonado, como excusa para acercarme a ellas y realizar un breve chequeo médico. Esta clase de chequeos, en secreto, son los que hace un estudiante de Medicina cuando finge ser médico y se sabe observado por la policía.
Dos de ellas estaban enceinte, embarazadas. Me preocupaba una en concreto. Una nueva vida llevaba ya nueve meses y dos semanas creciendo en su interior. Tenía dolor en el abdomen y en los costados. Estaba valorando llamar a la ambulancia para llevarla al hospital cuando un poco de sangre empezó a brotar de su interior. No había roto aguas todavía, al menos eso me parecía. Pero su cara era de dolor y la sangre podía implicar una placenta previa o alguna otra urgencia. Le pedí al coordinador griego que llamara a la ambulancia.
Cuando llegara la asistencia sanitaria, la policía podía preguntar bajo el criterio de qué médico se había llamado al hospital. Me habían visto hablando con la mujer africana y podían exigirme el justificante de mi licenciatura. El coordinador griego, ni lento ni perezoso, me pidió que fuera corriendo a esconderme al coche con el que había conducido hasta el puerto. Eso hice, me fui corriendo sin mirar atrás, abrí la puerta y me encerré. Dada la tensión de la situación, decidí que era buena idea no poner el aire acondicionado. El sol iluminaba de lleno el capó del coche, como delatándome. Fueron unos minutos de tensión muy calurosos.
Todo salió bien, pero cuando me bajé del coche, me di cuenta de que es más sospechoso alguien que espera en un coche a treinta grados sin aire acondicionado que con aire acondicionado.
Me enteré después de que el conductor de la ambulancia había echado la bronca al coordinador griego porque Salvamento Marítimo llevaba varios días sin ofrecer ningún médico voluntario. Exclamaba agitado que si queríamos atención médica para los refugiados se precisaba cooperación de las dos partes.
No entendí por qué se quejaban de ir a buscar a una mujer embarazada, cansada, aterrada y con dolor si Europa estaba dando ayudas económicas a Grecia para cuestiones de este tipo. Tampoco entendí que Grecia exigiera nada a una ONG.
Varios días después, en otro landing, tuve la oportunidad de charlar con una voluntaria que había visto a la mujer embarazada en el hospital. Supe que tanto la mujer como el bebé estuvieron a punto de morir en el parto. No he vuelto a recibir noticias. No sé si ahora están en este mundo o en el otro, al que van los que pelearon hasta el final.
*Alberto Ramírez es estudiante de Medicina y ha participado en el proyecto solidario DYA con los refugiados.