Es verdad eso de que los libros nacen de una imagen. Y yo creo que esa imagen tiene como un latido. Al principio parece solo una fotografía, pero en un momento sentimos su pulso, la sensación de que está a punto de echarse a andar y convertirse en un vídeo con movimiento.
Un verano, hace más de veinte años, recorrí Europa cogiendo decenas de trenes nocturnos con uno de esos billetes de viajes ilimitados (el famoso Interrail). Diez años después cogía un tren a diario desde la estación de Waterloo, en Londres, donde vivía y hacía una tesis sobre la obra de Javier Marías.
Quizá por la disposición de los asientos (a menudo unos frente a otros) y por la curiosidad que me suscitan los extraños, he compartido historias y libros con distintos viajeros. Como siempre voy leyendo en los trayectos, muchas veces he alternado la historia impresa con la que tenía delante, saltando de una a otra.
Quizá era solo cuestión de tiempo hasta que empezara a preguntarme qué ocurriría si las dos confluyeran. Hace diez años esa pregunta se convirtió en el pulso de la novela. Vi la imagen de una mujer en un tren. Y a dos pasajeros que suben en medio de la noche y comparten compartimento con ella.
Desde el principio supe que uno de ellos había escrito una novela que resultó ser muy polémica, y que yo quería escribir esa novela y entender por qué había provocado tanto revuelo, y cómo afectó a la vida de su escritor.
Cuando leí El último lector de Ricardo Piglia, la frase "No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer" fue lo primero que anoté como parte de la novela. Se instaló en mí la imagen de Terry y Bou en el compartimento; sus caras, sus nombres, el libro que había escrito Terry, Rocco deambulando por Nueva York.
Escribí muchas páginas sobre ellos, pero luego la vida se interpuso con un cambio de sentido y me mudé a Estados Unidos para continuar mi carrera académica. Tuvo que pasar casi una década hasta que esos hilos empezaron a convertirse en una novela.
Después de la pandemia, en un viaje a Annecy, en Francia, paseando por el borde del lago, algo hizo clic. Cuando llegué a casa, escribí una escena final (larga e inconclusa) que activó el movimiento de todo lo demás.
A partir de ese momento vi a los personajes más de cerca, escuché su conversación inicial y empecé a entender qué les unió esa noche del tren y qué podría pasar si confluyeran sus vidas con las de un libro. Y, así, escuché el que sería el pulso de la historia.
Los escenarios de la novela son variopintos. Algunos de ellos, como Londres, los conozco muy bien porque viví allí más de una década. Otros, como Socotra, son lugares en los que nunca he estado.
Quería que, independientemente de mi relación con ellos, pasaran por el filtro de la ficción y que en la novela todos tuvieran algo de irreal, pues ese amasijo de ficción y realidad es la esencia de esta historia.
También ocurre eso con algunos establecimientos de Nueva York y Londres: unos son reales y aparecen con su nombre, otros llevan un nombre falso, y los hay que son invención pura.
La ficción se parece un poco a una coctelera: entran ingredientes de distintas procedencias, pero una vez están ahí, el origen de cada uno queda fuera del resultado final, y ya no importa qué ocurrió 'de verdad' y qué partes fueron fruto de la imaginación, porque ya todo es parte de la novela.
['Donde descansan las flores', una conversación, más allá de la fragilidad, hecha poemario]
Me gustan las historias que lidian con la tensión entre las distintas versiones de los hechos, y el tema de la responsabilidad en las relaciones afectivas es una de las áreas donde las versiones más difieren.
En la novela hay cuestiones sobre relaciones intergeneracionales, entre profesor y estudiante, entre quien escribe y aquel del que se escribe… se exploran los límites entre la culpa y la responsabilidad, entre salvarse uno mismo y mirar por los demás.
Pero no hay respuestas definitivas. De hecho, hay realidades de varios personajes que nunca llegamos a conocer, las caras del cubo de Rubik que quedan ocultas. Aunque hay bastantes conversaciones y los personajes hablan mucho entre ellos, la comunicación no siempre es posible, y de hecho existe una suerte de aislamiento.
A veces es literal, como el que se puede sentir en el compartimento de un tren, o como el que se da en las islas. Otras veces es figurado, como el que provoca la incomprensión de quienes nos rodean.
Nada más ilusorio es una novela donde hay más dudas que certezas; además de verse sumidos en la ambigüedad de distintas situaciones morales, los personajes recorren espacios liminales entre la realidad y la ficción, la vigilia y el sueño.
[Amor, suspense y superación personal: así es 'El corazón del samurái', la novela de la primavera]
Ahora que han entrado en el mundo de las historias, ojalá los lectores disfruten acompañándolos en el camino.