Casa Lucio se inaugura en noviembre de 1974. Desde ese año, tiene la misma disposición, con una barrita de madera a la izquierda, según se accede al local a través de la mítica puerta con cristales amarillos. “¿Me pones un vino?”, le pregunta María al encargado del mítico mostrador, siempre muy poblado. “Jefa”, le responde desde dentro, “¿blanco o verde?”, y añade la pregunta del día, “¿querrán cocido?”, porque hoy es miércoles, ayer hubiera preguntado por la fabada y mañana por las judías con faisán.
En esta barra fabulosa, el tiempo se detiene cuando se da un bocado: hay dos personas que, no es exageración, están sentándose ahí desde los años setenta. Luego hay un jaleo enorme con tres filas que se mezclan: gente esperando, entrando y saliendo porque “en este mundo globalizado, hay quien come a las 17 h y quien cena a las 16 h”, explica María con guasa.
Se ríe, pero ella misma tiene que tener cuidado de no acelerar su entrada porque hay tensión por conseguir una mesa y conviene dejar claro que uno va a la barra. Mientras aún se esté de pie esperando, el truco es pedir reserva de los platos del día, como el que manda la carta a los reyes.
Reyes y presidentes del Gobierno precisamente –incluso todos los presidentes españoles juntos una vez, como muestra una foto-, y muchos miembros de la realeza internacional, la de Hollywood y la de sangre azul, “todos han querido venir aquí a comer y suelen repetir”, explica su hija. Es directora junto a sus hermanos, Javier y Fernando, de este negocio en el que trabajan una treintena de personas que ahora es un grupo hostelero -Landó o La taberna de los huevos de Lucio-.
Todas esas celebridades son acólitos y muchas otras personas anónimas también: una muchedumbre de fans para tomar los famosos huevos, las gambas y el pan perdido…
“¿Mi recuerdo más antiguo?”, dice María mientras bebe su vino verde y come unas gambas redondas que flotan en una cazuela de barro. “Cuando mi madre nos traía al restaurante. Ella tomaba café, era una mujer impresionante, la echo mucho de menos. Nosotros estábamos aquí subidos a esta barra trasteando. Y un día, me acuerdo, mi hermano Javier cambió el azúcar por la sal”.
Animadas gastrotravesuras y el recuento de cientos, miles de amigos de la familia, marcan la infancia de María y sus dos hermanos. Su padre había llegado a Madrid muy joven de Serranillos (Ávila), un pueblo con 200 habitantes, “para buscarse la vida. Esto [señala alrededor], este local, era el Mesón del Segoviano. Él empezó a trabajar aquí con 12 años. Imagínatelo, limpiando y llevando los asados de un sitio para otro, del horno de asar de enfrente”.
De esa época, María dice que su padre “ganaba más en propinas que en sueldo porque ha sido siempre un comercial nato. De aquí se fue a otro restaurante con un socio, que era el que tenía dinero. Él trabajaba, pero estuvo un tiempo corto, porque en cuanto doña Petra, que era la dueña de este sitio, se jubiló, le llamó. Ella sabía que a él le encantaba y que lo iba a hacer fenomenal”.
“Doña Petra era una máquina”, recuerda María. “Aquella señora supo ver su potencial y quiso que mi padre se quedara con este sitio. Nunca estuvo preocupado, y desde el primer día, estuvo siempre todo lleno”.
En ese momento entra en la escena Lucio, que tiene 89 años y podría llamarse lúcido, llega a su mesa redonda de la entrada y se sienta con una señora que no identifico pero que pudiera ser una actriz, y un señor con un elegante traje. María les saluda y nos emplaza a un encuentro posterior con el artífice del mito, al final de esta entrevista, que desde que recibió la Medalla de Oro del trabajo adquirió el tratamiento de Excelentísimo.
“En realidad, no ha cambiado mucho la comida”, prosigue su hija, y lo hace mientras traen delante de nosotros una bandeja de cocido con todo ordenado en franjas, [incluyendo una bolita de pan con huevo, jamón, ajo y perejil] “porque mi padre siempre ha creído en la misma fórmula. Por eso ha triunfado tanto”.
“La gente habla de los huevos estrellados”, admite María Blázquez “que son la cosa más simple del mundo, y también la más difícil. Por supuesto que nosotros usamos las mejores patatas, [que son gallegas, confiesa] y huevos de gallinas tan bien cuidadas que les ponen hasta música clásica, y cambiamos el aceite todo el tiempo, pero el éxito de este plato y de este restaurante viene de apostar por algo que no estaba de moda”.
“Piensa que esa era una época en la que la gente salía a la calle en plan pijo”, explica, “no salía a comer algo con patatas, y mucho menos un huevo, eso era como de pobres. ¡Salir a comer un huevo frito a una taberna! ¿Quién lo iba a hacer? Cuando se puso muy de moda la nouvelle cuisine, hubo una época que nos hacían críticas porque no teníamos salsas. Mi padre decía, ¿pero si tengo las mejores carnes y pescados por qué los voy a tapar con una salsa?”.
Experiencia de cliente
De todos modos, añade María, no se trata sólo de un restaurante, sino de un icono internacional. “Mi padre probablemente haya sido el primer influencer de la historia de España: donde iba Lucio, iba todo el mundo. ¿Dónde toma copas Lucio? ¿Dónde come Lucio en la feria? ¿Dónde pide la paella en verano? El restaurante donde come mi padre en Alicante ahora es famoso, claro, porque de esto sabe…”.
Relata una anécdota del día que entendió la importancia social y cultural que su padre había tenido en nuestro país, en todos los ámbitos imaginables. “Un día estoy sentada en el sofá con mi padre y estamos viendo la tele. Y están hablando de la muerte y el funeral de Calvo Sotelo. Y mi padre me dice ‘yo tenía que estar ahí’. Y yo le digo ‘papá, eso es un funeral de Estado, para ir tienes que tener una invitación formal’. Y mi padre me dice otra vez, ‘yo tenía que estar en ese funeral’. Y venga de dar la barrilla. Y ya le digo, ‘papá, nos ponemos un abrigo, que tú estás bien vestido, vamos a ese funeral, y lo vemos aunque sea de lejos”.
“Llegamos allí”, continúa, “él caminando con dificultad, vamos por la calle Bailén atestada de gente, llegamos a la catedral de la Almudena, todo vallado y hay un montón de personas mirando a través de las vallas. Y yo rezando todo lo que me sabía, pensando, nos van a apelotonar, no vamos a ver nada y nos vamos a tener que volver a casa”.
Prosigue con la historia mientras llega el postre, conocido como “pan perdido”, una especie de torrija, pero sin freír acompañada de un helado. “Cerca de una de las vallas, un grupo de personas nos deja pasar y nos hacen un pasillo de hecho hasta la valla. Yo alucino, pero es que cuando llegamos allí, un policía se nos acerca y dice “señor Lucio, ¿pero qué hace usted entrando por aquí?” Y nos abren literalmente frente a la iglesia para pasar la valla”.
“Subimos las escaleritas”, continúa “y una señora con un libro muy amable nos apunta, y nos sientan en la última fila, según entramos en la Almudena. Y pensé, ‘qué bien que estamos aquí sentados’. A los cinco minutos aparece un señor de protocolo y dice ‘señor Lucio, venga usted que usted tiene que estar con la familia’. Y nos adelantan a los primeros bancos. Yo estaba con la boca abierta. Ahí, si te das cuenta, intervinieron varios factores: la gente de la calle, la policía y la propia familia. Cuando avanzamos por la iglesia y nos sientan con toda la familia, donde él sabía que tenía que estar, yo dije, es que mi padre es increíble. Es que mi padre se lleva bien con todos los madrileños”.
María estudió Derecho y después trabajó en dos roles, en empresa y despacho, hasta el año 2000, podría decirse que con ella llega el siglo XXI a Lucio. “Yo empecé a venir con mi madre cuando éramos pequeños. Luego un día le ayudé a mi padre con unos papeles. Y a partir de ahí, sin querer, uno se va metiendo en la historia del lugar y va conociendo los entresijos. Yo venía cada vez un poquito más”.
No todo fue fácil, como confiesa a magasIN. “Había clientes que me decían ‘tú no le vas a llegar a tu padre ni a los talones’ y pensaba ‘qué necesidad tengo yo de escuchar esto, si mi camino puede ser otro’, y eso me hacía dudar. Pero pudo más la fuerza de ver lo bonito que es este negocio, un lugar que conocen en todo el mundo, que no tienes que vender, sólo abrir la puerta y disfrutarlo. Él es y ha sido un crack”.
Éxito internacional de Casa Lucio
¿En qué cree que radica el éxito de su padre?
Mi padre tiene dos fuerzas poderosas. La primera, creer en sí mismo, que lo ha hecho desde siempre, y eso es maravilloso. Cuando no crees en lo que estás haciendo, lo vendes fatal. Pero mi padre lo ha creído desde que era pequeño. Y por otro lado, que es un ser humano que se ha ocupado de hacer felices a los demás, lo más importante para él es que un cliente salga contento. Él es capaz de no cobrar a alguien si no sale contento.
Dominaba la experiencia de cliente cuando aún no se estudiaba este concepto…
¿Experiencia de cliente? Él ha nacido con eso, le han puesto de ejemplo en la escuela de marketing más importante hace unas semanas, como ejemplo de relaciones públicas: ¿cómo debe comportarse una persona para ganar clienting? Pues mira, él estaba en la puerta todos los días con una sonrisa. ‘¿Qué quiere usted?, ¡qué alegría recibirle!’, eso ya no existe. A todos los clientes les contaba chistes y salían muertos de risa.
¿Alguna anécdota?
Miles. Él dice siempre que parte de su éxito es haber sido feo. Es todo simpatía… y quizá tiene razón y a lo mejor si hubiera sido un guaperas habría tenido algún problema más. Aunque yo le veo guapísimo. A mí me ha enseñado mucho.
¿Cómo atravesaron la época de la pandemia?
Ayuso nos apoyó y había que tener huevos, no creas [sonríe]. También era fácil para nosotros, porque no teníamos alquileres, estábamos cerrados pero no porque lo hiciéramos mal, sino esperando a abrir para seguir dando lo mejor de nosotros.
La mesa de Lucio... y sus fans
En este templo del casticismo madrileño cuelgan de la pared bromas y mensajes populares, que se resumen en que lo importante es lo que se pone encima del plato y dentro de las copas. María tiene un especial recuerdo para las mujeres que han sido sus referentes, pero también para los hombres: “Mi madre, desde luego. De las mujeres que he podido conocer aquí, soy fan de Penélope, que es internacional como Lucio, y si hay alguien que me fascina, es Isabel Preysler, tan divertida. Y tengo muchos amigos hombres, y dos hermanos y un padre a los que admiro mucho”.
Nos acercamos a la mesa de Lucio. Allí está sentado el artífice del lugar controlando quién entra y quién sale. Superó recientemente la Covid y sonríe todo el tiempo, con una vitalidad envidiable. Durante el tiempo que dura la entrevista, al menos veinte personas le saludan y se hacen fotografías con él.
¿Cuál es su secreto, para copiarlo?
Una palabra, trabajo, no dejar nunca de trabajar.
Es usted uno de los mayores relaciones públicas de este país.
Yo mismo me asombro. El mayor incluso.
“Papá, habrá alguno más”, le dice su hija. “Sí, don Juan Carlos”, responde con cierta picardía Lucio. Papá, ¿verdad que la gente iba donde tú ibas?, decimos que eres un influencer, añade María. “Yo hice famosos muchos otros negocios. Pero he logrado algo enorme, ¿sabes? Tengo cincuenta millones de relaciones públicas, en ochenta años lo he conseguido”, responde él.
Interrumpe de nuevo un grupo de comensales que sale, festivo, resarcido, feliz y le piden una fotografía.
- ¿De dónde vienen?- pregunta Lucio.
- De México y de República Dominicana, vinimos hace veinte años, y ¡sigue siendo igual de bueno!– responden.
“¿Ves?”, dice Lucio, girándose, “vienen del mundo entero”, y uno de sus acompañantes comenta la broma de que debería llamarse lúcido en vez de Lucio. Su hija María le mira, y sonríe, y se levanta a la barra para organizar algo, algo de una mesa que quiere un plato que una vez tomaron, hace mucho tiempo, pero que no recuerdan cómo se llama.
- ¿Han comido bien?– pregunta Lucio con una gran sonrisa al grupo, adivinando la respuesta.
- Delicioso- responden al unísono.