La figura de Sor Juana Inés de la Cruz tiene interés no sólo por la afirmación que hizo del derecho de la mujer al conocimiento en el siglo XVII, sino por el conflicto que vivió entre la libertad y la ortodoxia, mención aparte de su talento literario y erudición.
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Oía a Octavio Paz y Georgina Sabat de Rivers disertar sobre esta excepcional mujer, mientras conducía de vuelta a Madrid una tórrida tarde de agosto. Parada ya en un semáforo de la calle Serrano, cruzaron por el paso de cebra tres mujeres enfundadas en un chador negro hasta los pies, escondidas las caras tras un nicab también negro.
Si por feminista se entiende una mujer que reivindica sus derechos, consciente de las condiciones de inferioridad que sufre su sexo respecto al otro, Sor Juana Inés de la Cruz es, según Dorothy Schons, la iniciadora del movimiento feminista en América, doscientos años antes de la sufragista estadounidense Susan B. Anthony.
Dorothy Schons (1898-1961) fue la primera doctora en lenguas románicas de Estados Unidos y la primera en realizar una tesis sobre una mujer entonces olvidada, Sor Juana Inés de la Cruz que; sin embargo, tuvo un éxito editorial en su tiempo como pocos poetas del barroco. Impresa su obra en Madrid, Sevilla, Barcelona, México, Lima, Quito… se leía en todos los territorios de la Monarquía Hispánica.
Tenía una inteligencia prodigiosa. No había cumplido los tres años -cuenta en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, la primera autobiografía intelectual escrita en lengua española- que, “por cariño y travesura”, siguió a su hermana mayor que iba a aprender a leer.
Se “encendió” en ella “de tal manera el deseo de saber leer” que pretendió engañar a la maestra diciendo que su madre también ordenaba que le enseñara a ella. A la maestra le hizo gracia su donaire. Aprendió antes de que pudieran castigarla por el engaño.
Juana Inés de Asbaje nació en Nepantla, una alquería a 12 leguas de la ciudad de México, en noviembre de 1651 a las 11 de la noche, según su amigo y primer biógrafo, el padre Calleja. O, según otras fuentes, en 1648.
Era hija natural. Probablemente no conoció a su padre, Pedro de Asbaje, vizcaíno o canario. Nunca habla de él. Su madre, Isabel Ramírez, criolla, tampoco se casaría más tarde con el capitán Diego Ruiz Lozano, padre de sus otros tres hijos. Octavio Paz atribuye esta liberalidad a la “laxitud de la moral sexual” en la colonia.
Pronto se trasladarían no muy lejos, a Panoayán, donde su abuelo materno tenía una hacienda con biblioteca. Allí se escondía Juana. Leía y estudiaba, su curiosidad crecía. No comía queso porque decían que entontecía: “podía más en mí el deseo de saber que el de comer”.
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A los 7 años se entera de que en la ciudad de México existen universidades y escuelas. Insiste a su madre con “inoportunos ruegos” para que, disfrazada de hombre, la envíe a estudiar (la universidad estuvo vetada a la mujer hasta el siglo XX). La madre, analfabeta, dirigía los asuntos de la hacienda con tino y carácter.
En 1656 muere el abuelo. Poco después, su madre le manda con una hermana bien casada a la ciudad de México, capital del Virreinato de Nueva España. La niña tenía un talento excepcional. Aprendió latín en 20 lecciones. De casa de los Mata da el salto a la Corte hacia 1664. Los virreyes, marqueses de Mancera, Antonio Sebastián de Toledo y Leonor Carreto se convierten en sus protectores.
En la corte fascina lo que se sale de lo normal. Juana estaba dotada de una inteligencia excepcional, era bella y tenía donaire. Todos se admiran de su ingenio y sabiduría siendo tan joven y mujer. El ambiente es culto e ilustrado. Leonor de Carreto, Laura en los poemas de Sor Juana Inés, busca continuamente su compañía. Se convertirá en uno de sus más importantes mecenas.
Una mujer joven no tenía más elección que casarse o entrar en un convento. Juana no tenía vocación religiosa. Quería- escribe- “vivir sola”, “no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”.
“Para la total negación que tenía al matrimonio era (entrar en el convento) lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad de mi salvación”. Hacia 1667, entra primero en el Convento de las Carmelitas Descalzas donde enferma y, en 1669, ingresa definitivamente en el convento de San Jerónimo.
El gobernador, Pedro Velazquez de la Cadena, paga la dote. Le apadrina el confesor de los virreyes, el jesuita Antonio Núñez de Miranda. En el convento tiene una celda de dos pisos. En una estancia sitúa su biblioteca, así como los instrumentos musicales y científicos. Recibe visitas y celebra tertulias. Mantiene correspondencia con personalidades de su tiempo. Su madre le da una criada.
Se queja de que las distracciones le quitan tiempo de estudio: si en la celda vecina cantan y tocan instrumentos, si dos criadas se han peleado y le piden que haga de juez, si tiene que atender alguna visita... Ella, “de natural animada”, reprime las visitas a las hermanas para dedicarse al estudio. Solo irá “por caridad u obligación”. Pero cada mes rompe el voto unos días para que las monjas no la tengan por “áspera, retirada e ingrata”.
No solo despierta envidias y celos en el convento, también, y mucha, entre los hombres: “Las mujeres sienten que les exceda. Los hombres, que parezca que los igualo”. Provee a Palacio con loas, comedias, poemas para festejos y ceremonias; a las catedrales de México y Puebla con villancicos y otras composiciones para solemnidades litúrgicas. Recibe retribución económica por ello y goza de influencia y prestigio.
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Su confesor, Antonio Núñez de Miranda, le reprocha que se ocupe tanto de temas mundanos. Las mujeres han de permanecer incultas, para ellas es pecado hacer versos. La lucha interior de Sor Juana Inés debió de ser enorme. Se resiste a considerar soberbia su anhelo de conocimiento: “En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?/ ¿En qué te ofendo, cuando sólo intento/ Poner bellezas en mi entendimiento/ Y no mi entendimiento en bellezas?”.
Demuestra con muchos ejemplos que los hombres tienen más acentuados muchos defectos que se atribuyen a las mujeres, como la soberbia. En la literatura europea del siglo XVII no se encuentra nada parecido a su redondilla satírica a los hombres necios: “Hombres necios que acusáis/ A la mujer sin razón,/ Sin ver que sois la ocasión/ De lo mismo que culpáis”. Dejar a las mujeres aprender, razona, redundaría en beneficio de la sociedad.
En 1680, se le encomienda la composición del arco triunfal para la entrada de los nuevos virreyes a la capital, el marqués de la Laguna, Tomás de la Cerda y Aragón y María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes. Será la época dorada de Sor Juana Inés.
Bajo la protección de los virreyes se atreve a rechazar a su confesor, el jesuita Núñez de Miranda. Le escribe a modo de defensa: “¿De qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo? […] ¿Qué más podré ponderar? Que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecución”. No era decente porque parecía letra de hombre. Fue obligada a “malearla”.
Su estudio en soledad no hace daño a nadie, arguye en la Respuesta a Sor Filotea. Por maestro tiene los libros, por condiscípulo un “tintero insensible”. No tiene con quién debatir lo aprendido. Se ocupa de las letras profanas porque no quiere “ruidos con la Santa Inquisición”. “Bendito Dios” que le dio “inclinación por las letras y no otro vicio.” Y lo que es más importante, para entender las Sagradas Escrituras se ha de “subir por las vivencias y artes humanas”.
Una “santa y muy cándida monja” le prohibió los libros durante tres meses. Aunque no estudiaba los libros,-cuenta en la Respuesta- “estudiaba en todas las cosas que Dios crió”, “unas se ayudan a otras y van dando luz y abriendo camino (del entendimiento)”. “Los secretos naturales que he descubierto estando guisando”. “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más habría escrito”.
Su gran amiga y protectora, la virreina, María Luisa Manrique de Lara, Lisi o Filis en los poemas, será quien publique por vez primera su obra en España. ¿Hubo enamoramiento platónico entre ellas? “Ser mujer, ni estar ausente,/no es de amarte impedimento,/ pues sabes tú que las almas/ distancia ignoran y sexo”.
Sor Juana Inés le dedica estos versos en los que rebate con ingenio y gracia a Platón para quien las mujeres, al no ser suficientemente racionales, no podían experimentar el verdadero amor que era para el filósofo la amistad.
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Sor Juana Inés tiene una innata facilidad de versificación como Lope de Vega o Calderón. Sigue formalmente los arquetipos del barroco en la poesía amorosa, pero modifica el modelo en tanto que cambia al sujeto masculino, el yo amante, por uno femenino y el ser amado pasa a ser un hombre.
No hay que buscar rasgos autobiográficos en su poesía amorosa. “Entre la edad barroca y nosotros se interpone la gran ruptura: el romanticismo, con su exaltación de la sinceridad y la espontaneidad.”, puntualiza Octavio Paz. En el arte barroco “el poema no es un testimonio sino una forma verbal que es, al mismo tiempo la reiteración de un arquetipo y una variación del modelo heredado.”
Es “Primero Sueño” el único poema que le interesa a Sor Juana Inés como expresión personal y que escribe por gusto, al estilo de Góngora. Se publica por primera vez en Sevilla (1692). No hay un solo antecedente en lengua española de otro poema que verse sobre la pasión de conocer.
De una enorme complejidad formal y conceptual, enmarcado en la estructura narrativa típica del Barroco de dormirse, soñar y despertarse, este viaje epistemológico del mundo y de sí misma, refleja la fuerza vital de su ansia de conocimiento. Sor Juana añade una nota de ironía poética. No basta el intelecto humano para comprender el universo. Aún así, el atrevimiento intelectual, quizá prohibido y destinado al fracaso, es en sí mismo un intento glorioso.
En 1686, con la caída del duque de Medinaceli como valido de Carlos II, se cambia a los virreyes. Los nuevos no tienen inclinación cultural. Sor Juana Inés pierde su principal apoyo. Mientras parte de Europa vive la revolución científica, el peso de la iglesia en la Monarquía Hispánica va apagando las luces en pos de una élite más inculta y dogmática.
Es un fin de siglo en crisis. En el virreinato hay disturbios y epidemias. El palacio del virrey es asaltado. En consecuencia, el arzobispo, Francisco de Aguiar y Seijas, aumenta su poder. Este gallego de Betanzos es célebre por su horror a las mujeres. No quería tenerlas cerca y no dejaba que ninguna le sirviera. Decía que el trato con las mujeres había hecho que su castidad fuera heroica. Honesto y neurótico, vivía pobremente. Era un asceta, se azotaba, un caritativo despótico que obligaba a los demás a serlo. Reprobaba con severidad el teatro y otros espectáculos públicos.
Hacia 1690, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, amigo de Sor Juana Inés, le pide que escriba una crítica a un sermón que Antonio Viera, un jesuita portugués muy influyente, había escrito 40 años antes para el Jueves Santo. Seguramente había cierta rivalidad entre el obispado de Puebla y el de México.
Santa Cruz publica la crítica sin consentimiento de la autora con el título de Carta Athenagórica. Hombre cauto y político, incluye en la publicación una carta propia que firma con el seudónimo de Sor Filotea. En ella, primero, confiesa su admiración por la monja, pero luego manifiesta su desacuerdo con el contenido de la crítica y reprende sus actividades literarias mundanas. Tuvo una repercusión enorme. Aguiar y Seijas, para quien el jesuita portugués era como un padre, se siente agraviado, para mayor escarnio, por una mujer.
El contenido teológico de la carta no tiene demasiado interés hoy en día. Sin embargo, en ella sale a relucir el gusto dialéctico de Sor Juana Inés, su seguridad intelectual y su osadía. Es un causo inaudito en la época que una mujer se atreviera a escribir sobre teología, un campo acotado a los hombres.
Sor Juana Inés ha perdido a sus patrones y queda en manos de sus censores. Tarda meses en contestar al obispo de Puebla. Lo hace en 1691. La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz es la primera autobiografía intelectual de un poeta en lengua española.
Primero, reprocha al obispo de Puebla dejarla desprotegida al haber hecho pública la carta. Luego, relata su biografía intelectual, desde que se despertó su vocación por saber cuando aprendió a leer. Continúa su defensa con un alegato a favor de la educación de las mujeres, poniendo muchos ejemplos que sustentan su tesis: “Los grandes heresiarcas han sido hombres: no es cuestión de sexo, sino de sabiduría bien medida”.
Su último poema (1691), una suerte de epílogo de la Respuesta a Sor Filotea, es un villancico a Santa Catarina de Alejandría, no para la catedral de México ni la de Puebla, sino para la de Oaxaca: “De una Mujer se convencen/todos los sabios de Egipto,/para prueba de que el sexo/ no es esencia en lo entendido./¡Víctor, víctor!/Estudia, arguye y enseña,/y es de la Iglesia servicio,/que no la quiere ignorante/El que racional la hizo.”
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Los modelos que aparecen en la obra de Sor Juana Inés son mujeres. Isis, madre de la Sabiduría. Hypatia, víctima de la intolerancia religiosa de los monjes cristianos y de la envidia de los hombres hacia las mujeres. Santa Catarina de Alejandría, una mártir que vence dialécticamente a los filósofos paganos y los convierte a la fe católica.
Entre 1692 y 1693, sin protectores y cercada por los prelados, Sor Juana Inés retoma a su antiguo confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda. Le encarga vender su biblioteca, los instrumentos científicos y musicales y entregar el dinero al arzobispo Aguiar y Seijas para socorro de los necesitados.
Escribe Octavio Paz en el prólogo de su magnífica biografía Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, que de entre las prohibiciones implícitas y explícitas que hay en toda sociedad, “la implícita es más poderosa; es lo que “por sabido se calla”, lo que se obedece automáticamente, sin reflexionar.”
¿Fue obligada a callar o/y experimentó una profunda transformación religiosa? ¿Perdió la fe en el conocimiento? ¿Se cansó de luchar contra la intolerancia? Sor Juana Inés de la Cruz sustituye los libros por “muchos cilíceos y disciplinas”. Su conversión deja tres textos en una prosa indigna de ella. Firma con su sangre: Yo, la peor del mundo.
Moriría de una epidemia mortífera cuando atendía piadosamente a sus hermanas, el 17 de abril de 1695, a las cuatro de la mañana.