El nombre de Aurelia Navarro no arroja ningún resultado de búsqueda en la página web del Museo del Prado. Es una pintora invisible en la red, aunque desde este martes una de sus obras y una cartela con una breve biografía cuelgan en las paredes de la pinacoteca. Es una de las Invitadas, título de la nueva y combativa exposición temporal sobre el menosprecio hacia la mujer creadora que se fomentó desde el sistema artístico español en el siglo XIX.
La obra expuesta, prestada por la Diputación de Granada, se titula Desnudo femenino y fue pintada en 1908. Retrata a una modelo sin ropa recostada sobre un lecho en una postura muy sensual. La escena, que evoca claramente a la famosa Venus del espejo de Velázquez, se completa con un cristal en el que se refleja de forma borrosa el rostro de la mujer. Aurelia Navarro fue premiada con una tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año.
Hasta ahí, todo más o menos normal. Sin embargo, el Estado español nunca compró esta obra, como le hubiera correspondido por el galardón obtenido. La crítica había dedicado palabras de elogio al lienzo, de reseñable mérito artístico, pero muchos ciñeron sus comentarios a resaltar que una mujer no podía pintar una imagen tan sensual de un personaje femenino. La moral de la época no lo permitía, y el sistema se arrodilló a sus designios. El éxito del cuadro fue al mismo tiempo el golpe de gracia para su creadora.
Aurelia Navarro Moreno (1882-1968) había nacido en Granada en el seno de una familia tradicional, conservadora, adinerada. Fue discípula de José Larrocha en la Escuela de Artes y Oficios de la ciudad, donde coincidió y estudió con los pintores José María López Mezquita y José María Rodríguez-Acosta. Más tarde se puso a las órdenes de Tomás Muñoz Lucena. En Madrid fue donde su nombre empezó a darse a conocer, participando con discreto éxito en los certámenes artísticos nacionales de 1904 y 1906.
Nadie conoce hoy a Aurelia Navarro, pero hace algo más de un siglo su nombre estaba en todos los periódicos. Ella se atrevió a presentar a la Exposición Nacional un desnudo, un tema tabú para las mujeres en aquella época. Desde 1856 solo había dos precedentes: Margarita Arosa y Madame Anselma. El desnudo se concebía entonces como un recurso moralizante o exótico, aunque había ejemplos de fascinación erótica por el cuerpo femenino infantil como las escalofriantes Crisálida e Inocencia de Pedro Sáenz Sáenz. En la mayoría de ocasiones, esta iconografía respondía a las necesidades económicas de las modelos: posar sin ropa significaba mayor remuneración.
Presión familiar
El cuadro de la granadina parece más un desnudo mitológico, la prueba tangible de que su prometedora carrera artística —tenía entonces 26 años y estaba soltera— era una realidad. Pero ese mundo del arte en el que las mujeres eran meras invitadas de segunda fila, una posición que además debía estar supeditada a sus labores como ama de casa, acabó con sus aspiraciones. La publicación de una retahíla de artículos en la prensa relacionados con su Desnudo femenino sobrepasaron a su familia.
Su éxito, escribe la historiadora del arte María Dolores Jiménez-Blanco en el catálogo de la exposición Invitadas, "lejos de ser interpretado por sus padres como una confirmación del talento de su hija, se vivió como peligro de su inminente perdición. Por eso la obligaron a regresar de Madrid, cuyo ambiente cultural temían lleno de agitación y oscuras posibilidades, a la quietud de su ciudad natal y de la vida doméstica".
Navarro, presionada familiar y socialmente, dejó de participar en las Exposiciones Nacionales y fue abandonando progresivamente los círculos artísticos andaluces. Y no solo fue forzada a rendirse, a finalizar su prometedora carrera, sino que acabó ingresando en 1923 el convento de las Madres Adoratrices, en Córdoba.
"Faltaba entonces más de una década para que Federico García Lorca escribiese La casa de Bernarda Alba y, sin embargo, el mismo fanatismo represivo que refleja esta celebrada obra teatral asomaba ya en esta otra historia granadina, aunque se centrara más en la intransigencia provinciana que en la obsesiva mojigatería rural. No eran, en todo caso, visiones tan distantes", cierra Jiménez-Blanco.
La historia de Aurelia Navarro evidencia las dificultades, violencias y limitaciones a las que se sometía la mujer que quería ser artista en esas décadas finales del siglo XIX y primeras del XX. Hubo algunas que fueron rebeldes, que desafiaron los parámetros elaborados por el sistema patriarcal de la época, como pone de manifiesto la nueva exposición del Museo del Prado.
Son los casos de Antonia de Bañuelos, pintora cosmopolita, segunda medalla en la Exposición Nacional de 1890 que rechazó esbozar figuras masculinas y también quedó excluida de las compras del Estado por razones sexistas; de Concepción Figuera Martínez, que tuvo que firmar sus obras con el apodo de su fallecido tío; o, sobre todo, de Elena Brockmann, la única que se atrevió con un género como la pintura de historia, terreno vetado para las mujeres. Al menos ella sí fue reconocida en vida.