“No puedo quedarme de pie frente al espejo”, confesaba Emma Thompson en la Berlinale, durante una intervención que se ha hecho viral. El mundo entero ha aplaudido a la actriz por decir cosas como que “a las mujeres nos han lavado el cerebro para que odiemos nuestros cuerpos”, lo cual, desde mi punto de vista, en el fondo dice muy poco a favor de las mujeres y mucho sobre lo fácil que supuestamente es anular nuestra voluntad.
Me ha decepcionado un poco escucharle hablar así precisamente a ella, porque Emma Thompson siempre me ha parecido, además de una intérprete magnífica, una mujer con muchísima personalidad. Si la Thompson –con sus Oscar, su talento y, sí, también su belleza– acaba sucumbiendo de esa manera a la presión social, ¿qué nos espera a las demás?
Unos días antes del alegato de Thompson, otra actriz, Ángela Molina, aparecía deslumbrante en el escenario de los Goya. Por su manera de moverse y de dirigirse al público no parecía, la verdad, una mujer que odiase su cuerpo. Bajo los focos brillaba su impecable vestido de Dior, pero también ese rostro bellísimo surcado de arrugas y esa melena con canas que ella ha convertido en un signo de identidad…
¡Un momento! Las canas… Tal vez ahí esté la clave de la autoconfianza que destila Ángela Molina, en las canas, porque hoy en día circula una corriente de pensamiento supuestamente feminista que asegura que sólo son libres aquellas mujeres que han renunciado al tinte, la depilación y no digamos ya a las inyecciones de botox. Quizá ahí esté la clave de todo o quizá no y Ángela Molina simplemente haya decidido no teñirse por la misma razón por la que ha decidido dejarse el pelo largo (en contra de la polémica opinión de la diseñadora Carolina Herrera respecto a las mujeres que se dejan melena después de los 40) y por la misma razón por la que suele pintarse los labios de rojo: porque es lo que a ella le favorece. Porque le da la gana. Porque le apetece. Porque sí.
"Creo que en el mundo todavía son mayoría las mujeres que, como Ángela Molina, no odian sus cuerpos"
La misma semana que Ángela Molina comparecía en los Goya y Emma Thompson se quejaba públicamente de que “todo lo que nos rodea nos recuerda lo imperfectas que somos”, la marca Kérastase presentaba a la prensa especializada en belleza una línea capilar, Chroma Absolu, enfocada a reparar los estragos que los tintes causan en el pelo. La firma aportó los siguientes datos: tres de cada cinco mujeres se colorean el cabello, y este sigue siendo el servicio más demandado en todas las peluquerías de España. Si el tinte capilar aumenta la porosidad de la fibra, produce encrespamiento, seca el pelo y encima cuesta tiempo y dinero, ¿por qué tantas mujeres deciden teñirse? Pues porque son libres de decidir cómo quieren envejecer, igual que son libres de pintar o no las paredes de su casa cuando estas se agrietan.
Siento contradecir a mi admirada Emma Thompson, pero creo (o quiero creer) que en el mundo todavía son mayoría las mujeres que, como Ángela Molina, no odian sus cuerpos. Y que esto no tiene que ver con teñirse o dejarse canas, con estar gorda o flaca, con ser vieja o joven. Tal vez el quid de la cuestión esté en aquello que una vez dijo la mítica editora de moda Diana Vreeland (quien no se caracterizaba precisamente por su belleza, por cierto, pero sí por su arrasadora personalidad): “El vestido no importa, lo que importa es la vida que vives con ese vestido puesto”.