Ida Applebroog es la artista de las fatalidades humanas: aquí una hembra nonagenaria y férrea contra el sistema, aún después de padecer cada una de sus fatiguitas, de sus machismos, de sus coacciones, de sus depresiones. Este es un mundo enorme y cruel, injusto, aburrido, desestructurado, medicalizado, idiotizante, perverso y desigual, un mundo hipócrita y tramposo que pisotea lo vulnerable, lo femenino, lo bello, lo felizmente extravagante. Ella lo vio, se hundió en él y sintió que tenía que contarlo.

Con el pincel, con la palabra, con la imagen, con la performance. Con los fantasmas de Beckett y de Goya -sus grandes ídolos- cuidándole los lados de la cama y protegiendo sus visiones únicas. Es macabra, cómica, lucidísima. No llora. No mama. Golpea siempre con sarcasmo.

Empezó quitándose las cáscaras de lo impuesto, desde la mirada carca de su familia judía ultraortodoxa -consiguió la autorización paterna para estudiar en el Instituto de las Artes y las Ciencias Aplicadas a cambio de currar también como publicista para hacerse cargo de sus gastos- hasta las constricciones maritales que la relegaron durante un tiempo al papel de observadora, de simpática esposa -a pesar de que su marido, de mentalidad liberal, confió siempre en su arte-. Su reivindicación vital duraría más de siete décadas. Duraría toda la vida. Dura hoy. 

Entiende la genio que el ambiente está podrido desde los cimientos: su ojo cáustico todo lo puede, todo lo trata, todo lo cuestiona, desde que nació en Nueva York en 1929 pero muy especialmente desde el 56, cuando inauguró en Chicago la etapa más feliz y prolífica de su vida. Allí -a pesar del esfuerzo de conciliar su curiosidad imparable con sus cuidados como madre- bebió del contexto creativo que se respiraba en las clases de la School of the Art Institute, marcado por los Monster Roster y otras generaciones de los conocidos como Chicago Imagists. Se le abrió el cerebro y el paladar: encontró puentes para expresar las incomodidades que le hacían rajitas por dentro.

Ida Applebroog en el Reina Sofía.

Cuando en el 68 tuvo que marcharse a San Diego por el trabajo de su esposo, empezó el apocalipsis. No pudo adaptarse, se fue agriando y acabó sumida en una depresión que la dejaría seis semanas postrada en un hospital tras una tremenda crisis nerviosa. Pero también fue gracias a esa grieta en la que acarició el límite que floreció como una planta carnívora: en el Mercy, los doctores le recomendaron, como parte del tratamiento psiquiátrico, que canalizase sus dolores dibujando. Ahí comenzó a llenar cuadernos a tinta china, pastel, grafito y acuarela donde buceaba en su propio cuerpo y trataba de arrancarse las células negras del pasado.

Autoexploración

“Busca explicaciones de por qué le había ocurrido eso y lo hace a través de sus dibujos”, cuenta a ese periódico Soledad Liaño, la comisaria de Marginalias, la mayor y más exhaustiva retrospectiva de la artista hasta la fecha, que puede verse en el Museo Reina Sofía. “En ese proceso de reencuentro consigo misma se va encontrando con palabras, y ahí aparece el apellido del padre y del marido. Su familia judía ortodoxa analfabeta había condicionado su futuro, porque habían intentado que ella siguiese en el negocio peletero familiar. Su marido, psicólogo y profesor, sí fue un apoyo, pero inevitablemente la constreñía. Ella decidió entonces que no quería pertenecer a nadie y un par de años después fundó un nuevo apellido para ella, inventado”, relata. “Era la última parte de esa resignificación de su yo y de sus deseos de despojarse”. Ahí nació, de verdad, Ida Applebroog.

Cuenta Liaño que cuando Ida volvió del hospital “se aisló durante tres meses en su casa, y una de sus formas de aislarse para seguir ahondando en ese proceso de reconocimiento fue refugiarse en su baño diario de dos horas”: “Ella decía que se estaba bañando, pero estaba dibujando sus genitales. Tiene más de 150 dibujos y cada uno es muy diferente al anterior, dependiendo de su estado físico y mental. A veces es expresionista, a veces es abstracta, a veces es hiperminuciosa. Y todo esto lo hizo de forma ajena al feminismo, porque aún no había desembarcado ahí: era intuitivo”.

Ida Applebroog en el Museo Reina Sofía.

Más bien, en ese momento, el hecho de dibujar sus genitales le servía para reconocerse como mujer, para reconocerse como Ida Applebroog, para empezar a enfrentar el mundo desde su autoconsciencia. Sólo un poco más tarde arrancó a formar parte, junto a Mimi Shapiro y Lucy Lippard, del colectivo feminista Heresies

“Su posicionamiento es algo que va permeando a lo largo de los años y se manifiesta de diferentes formas: más adelante tira del teatrillo, de Beckett, para criticar disfuncionalidades de la sociedad como las mujeres maltratadas o las mujeres acalladas por sus parejas. Belladona es una película de la década siguiente que hace en colaboración con su hija donde cuestiona la representación de la mujer y rescata a todas esas mujeres que no entran en el canon por edad o por físico”, relata la experta.

“En un catálogo que sacamos en un par de semanas hay una entrevista de ella que nunca fue publicada, en Columbia, donde le preguntan si se considera una artista feminista. Y ella, muy coherente con todo su discurso, dice que no le gusta esa pregunta porque se considera etiquetada en ella. Se siente expulsada de otras cosas, cuando lo que intenta con todo su trabajo es integrar todas las diferencias”, explica Liaño. “Acaba respondiendo que obviamente, que es madre de cuatro chicas, que se crió en un contexto donde era imprescindible defender el feminismo y que no podría ser de otra manera, porque aún queda mucho camino que recorrer. Con todo, rehuye que la delimiten”.

Más de 200 obras

En otras de las más de 200 obras que se presentan en esta retrospectiva -más ocho instalaciones-, la artista critica la “medicalización de la sociedad, ese mal uso de la ciencia en nombre de la cura”: “Cree que eso tiene consecuencias tremendas en muchos casos y la lleva a cuestionar la línea entre lo sano y lo enfermo, entre lo loco y lo cuerdo, entre el paciente y el doctor, muy en la línea de los Caprichos de Goya”, esboza.

“Es en una pieza concreta donde denuncia la relación entre el hombre médico y la paciente mujer, reiterando su feminismo y cuestionando el control médico sobre el cuerpo de la mujer”. Ahí la mujer como sometida, como enjuiciada, como desoída, desposeída y encauzada por la mirada patriarcal del doctor que no entiende sus complejidades y sus particularidades de hembra doliente.

Ida Applebroog en el Museo Reina Sofía.

La parte más desconocida de su trabajo quizá sea la performática y la teatral, “porque a menudo se ha destacado más su parte feminista, que es grande y vértebra toda su obra, pero hay otras aproximaciones en otras líneas”: “Tiene un fuerte influjo de Beckett en una plástica brillantemente resuelta. Y esa reivindicación de lo escénico le sirve como recurso para hacer más crítica: al heteropatriarcado, a la banalidad social, a los dirigentes, a la medicina. Es brillante y con sus recursos nos hace partícipes de la obra, mientras ella juega, no juzga y no sentencia. Nos deja a nosotros esa capicúa de elegir el papel que queremos jugar en ella. Requiere mucha teatralidad su capacidad de meternos en el juego”.

Sus posicionamientos políticos se basan más en guiños que en obviedades, pero señala por igual las políticas conservadoras de Reagan y las misóginas y racistas de Donald Trump. Juguemos con ella.

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