Hace 10 años, cuando la escritora Linda Scott empezó a indagar por qué las niñas de las zonas rurales de África abandonaban la escuela en la adolescencia, en Ghana le dijeron que la culpa era de sus anhelos materialistas. Querían ropa y teléfonos y estaban dispuestas a intercambiar sexo por ellos. Así, terminaban quedándose embarazadas y dejando el colegio.
Sin embargo, la teoría de Scott, una experta en empoderamiento económico femenino de la Universidad de Oxford, era otra: las niñas abandonaban la enseñanza nada más tener la menstruación y por la falta de compresas. Mientras investigaba su tesis, descubrió que no se trataba sólo de vergüenza, de la posibilidad de que las vieran con la ropa manchada de sangre, la cosa iba más allá. En cuanto tienen la regla a esas niñas se les consideraba lo suficientemente mayores como para tener relaciones sexuales.
El acoso masculino empezaba a ser una constante y algunos casos terminaban en violaciones. Las persecuciones por los caminos aislados que las llevaban de casa a la escuela y la inseguridad que vivían desde entonces hacía que terminaran abandonando la escuela demasiado temprano.
La hipótesis que levantó entonces Scott era si el hecho de darles compresas podría comprarles algo de tiempo a estas niñas, ayudando a mantener en secreto su menstruación y manteniéndolas a salvo de estos hombres durante algo más de tiempo. Efectivamente, después de analizar los efectos de un proyecto piloto de entrega de compresas a adolescentes, Scott se dio cuenta de que las que tenían acceso a estos productos sanitarios aguantaban más tiempo en la escuela.
Ahora, un nuevo libro de la autora, La economía de la doble X, defiende la tesis de que junto con la economía dominante hay otra economía, oculta, de un trabajo realizado por las mujeres y que no siempre está recompensado a nivel monetario como debería. Sacarla a la luz, defiende, sería beneficioso no sólo para ellas sino para toda la sociedad.
"A las mujeres no se les paga menos porque son menos educadas, menos ambiciosas, más débiles, más cobardes, más perezosas o porque están menos dispuestas a pedir más dinero. Tampoco es porque sean madres y se queden en casa, o cualquiera de los cientos de excusas que aporta la cultura popular. Se les paga menos porque los hombres hostiles, y las instituciones que crean siguen encontrando formas de frustrar la igualdad de género", señala el libro.
Esto, defiende la autora, pasa en todo el mundo, con mayor o menor intensidad, pero no es exclusivo de los países menos desarrollados. ¿Cuál es la probabilidad de que las mujeres de todas las partes del mundo hayan tomado las mismas decisiones contraproducentes una y otra vez? ¿No será que algo las está frenando? Eso es lo que la autora pregunta en su libro.
Para ello parte del ejemplo de los países menos desarrollados porque siempre es más fácil identificar la injusticia y la desigualdad allí donde ella existe en los estamentos más básicos. Pero esto se refleja en el resto del mundo de otra manera. A día de hoy, señala, por mucho que se hayan creado legislaciones por la igualdad, ningún país occidental ha cerrado la brecha salarial de género.
Y eso no es culpa de las mujeres, si no de un sistema que las limita y las oprime cuyas consecuencias, económicas, sufre toda la sociedad. Así, defiende, empoderar las mujeres a nivel económico, no solo podría resolver la desigualdad de género, sino también contribuir al desarrollo de la sociedad ayudar a abordar "muchos de los problemas más apremiantes de la humanidad".