Un día en la tienda erótica La Tentación en El Perchel: clientes de todas las edades y gustos
- Una mujer, en una ocasión, compró unas bolas chinas y se las llevó puestas, ante la estupefacción del empleado.
- “Con la tontería uno se dio en el ojo y casi se queda tuerto”, recuerda el dependiente sobre un cliente en la zona de sado.
Derecha o izquierda. Una decisión, dos mundos. La primera opción es la puerta de entrada a un mundo místico. Buda espera rodeado de piedras espirituales y algún que otro gato de la fortuna. La segunda es lo más parecido a entrar en una máquina del tiempo para la generación Z. ¿Unos DVD? ¿Siguen existiendo? ¿Es un videoclub? No. Las caras y los títulos varían un poco. La teniente anal no es la película de Ridley Scoot. Es probable que el argumento tampoco se le parezca demasiado.
—Tenemos algún cliente que es fan del cine porno y puede tener más películas que nosotros. Cada vez que viene se lleva 10 o 12. Es una barbaridad—, narra Curro mientras acaricia su barba poblada.
Más allá de la anécdota, la de los DVD no es la sección más cotizada. Curro define a su clientela como gente de todas las edades y de todos los gustos. Para él el sexo es disfrute, y una tienda erótica está para divertirse. Se toma su trabajo con naturalidad, a veces, incluso de forma didáctica y se aleja de los prejuicios, aunque reconoce que en más de una ocasión se ha visto envuelto en situaciones un tanto particulares.
La Tentación es un lugar de contrastes. La primera sensación es fría, pero cuando la mirada se clava en los corset de encaje negros que aguardan si sigues el camino recto, justo al fondo, aparece el calor. Antes de llegar allí, una pequeña mesa blanca con estructura piramidal se encuentra rebosante de una serie de juegos de mesa un tanto peculiares que aguardan a aquellos que dan el paso de superar la timidez y cruzan la puerta. La Oca Erótica, el Monogamy, el Let`s fuck. No son los juegos de mesa de toda la vida, pero el objetivo final es el mismo. Terminar comiéndose al otro.
Son las 11:38, el cristal de la puerta se inclina hacia dentro, aparecen las primeras visitas de la mañana. Una pareja de chicas jóvenes. Una con sudadera blanca y pendientes de aro. La otra cubierta de negro como si de la parca se tratara, con gorra, negra por supuesto, y un look más callejero. Tras ellas, un señor robusto de mediana edad, porta gafas y un jersey beige, parece algo indeciso. Una de las chicas observa con atención un lubricante, agarra uno pensando que es de silicona. Curro saca el traje de educador sexual, le explica que es de látex y cómo lo debe limpiar para que su uso no tenga efectos colaterales. Es su faceta más didáctica. La educación sexual, en especial la de los jóvenes, es algo que le preocupa.
Una vez que comienzan sus labores de consejero es imparable, como esa túrmix que se arranca y no sabes cómo frenar. El hombre de las gafas parece no ubicarse, pero tampoco pregunta. La intuición de Curro vuelve a aparecer. Interviene. Se acerca sutil como una gacela, pregunta calculando de manera fría el término medio entre la intimidad del cliente y el objetivo de vender. Su orientación sirve para que se termine llevando un estuche de juegos eróticos. Empleados así ya no quedan. Educador sexual y vendedor feroz. 2X1.
Al contrario de lo que puede parecer, la gente joven es la más reacia dentro de la clientela. Las inseguridades y los complejos que aún no les ha quitado su corta experiencia o la exposición constante como factores desencadenantes. La reacción más común por parte del público masculino heterosexual a la muestra de objetos para la estimulación es llegar a la conclusión de que su novia los va a dejar. Como si el juguete pudiera dar abrazos, hablar o consolar, en el sentido menos explícito de la palabra.
Vuelve a asomar la ligera brisa que aparece como un cliente más cada vez que se abre la puerta. Esta vez, las personas que entran buscan otro tipo de placer, algo más relacionado con lo espiritual que con lo carnal. Se dirigen a la zona mineral. Esta ocupa un pequeño espacio en un aparte dentro de la tienda. Detrás del mostrador se encuentra Esther, una chica rubia, simpática y de buena presencia que porta algunos de los objetos que vende. Ella se centra en el esoterismo y no tiene relación alguna con aparatos de índole sexual.
¿Qué hace una tienda esotérica dentro de una tienda erótica? Curioso, ¿verdad? No tiene mucho misterio, a la pareja de Javier, el dueño, le gusta el tema y decidieron instaurarlo dentro del negocio. El espacio que ocupaba antes estaba habitado por las cajas de los pedidos para el sex shop. La sustitución de estas cajas por figuras de Buda no solo les ha dejado sin almacén, también sin probador, que se ubicaba en el lugar que ahora ocupa el mostrador.
Para Curro la ausencia de probador es una satisfacción. Más de una chica salía a enseñarle la lencería para dar su opinión. “¿Te pone?”. No es lo peor que le ha pasado.
—¿Queréis bolsita?—, pregunta Curro.
—No, no. Si se las va a llevar puestas—, responde el chico.
En ese momento, su pareja se remanga la falda, deja al descubierto sus partes y se introduce las bolas chinas delante del dependiente. Sin duda, lo más “heavy” que le ha pasado desde que trabaja en la tienda. Se quedó blanco, como si se le hubiera aparecido la Virgen, aunque no es el caso…
Se acerca el mediodía. Se respira calma, como casi todas las mañanas. La tarde es una historia diferente. Lo más movido que pasa es que unos paquetes que deberían haber llegado ayer no aparecen por la tienda. Esther sale a avisarlo. Toca llamar a la empresa que los distribuye. Pitidos, salta el contestador. Segunda llamada. Siguen sin respuesta. Apenas aparecen unos clientes más, la mayoría para dirigirse a la zona esotérica. Curro aprovecha la ausencia de clientes para encender su cigarro de la hora del vermut. Es su momento personal. Toma el aire mientras exhala el humo del cigarro y se rasca la calva. No lo puede perdonar. Son 5 minutos, pero le saben a gloria.
Tras la hora de la comida, llega lo fuerte. Son las 16:11, en un lapso de siete minutos aparecen cinco personas por la tienda. Adentrarse un poco hasta el fondo del lugar, te descubre muchos más misterios. Por un momento parece un quiosco, aunque en este no venden chucherías para menores de 18. Huevos con envoltorios similares a los Kinder Sorpresa, la fascinación no está en lo que se extrae del huevo, sino en lo que se introduce. Son huevos masturbadores.
Latas de… ¿bebidas energéticas? Es la primera impresión. Son masturbadores masculinos con forma de vagina. Están enlatados. Cómo son los hombres. Vaginas enlatadas. ¿Una metáfora del patriarcado? Una vez que vas a Ámsterdam piensas que has visto todos los productos a los que se puede aplicar el cannabis. Chupa chups, galletas, brownies. Hasta que llegas a El Pechel, sorpresa, un lubricante de cannabis.
Zona Durex. Dos chicas, Alba y Sofía. Una es rubia, con el pelo recogido, luce una chaqueta de cuero negra y un vaquero azul celeste, de los clásicos de toda la vida, sin rajas. La otra, de estatura similar, de pelo negro, pero sin llegar a los parámetros del azabache, melena al aire, con sudadera beige y vaquero blanco. Se detienen un tiempo considerable ante la indecisión por el preservativo que escoger. Invisible, chocolate, coca-cola, frutas del bosque. Como cuando no sabes de qué sabor pedir el helado. Vuelve a aparecer el Curro didáctico. Además, consigue que se lleven un lubricante. Lo ha vuelto a hacer y lo sabe.
—Parece que se han ido contentas—, le dicen con sorna.
—Y más que van a estar cuando lo prueben—, responde con el mismo grado de ironía.
No se han acabado las sorpresas. En la esquina más oculta, tal vez situada ahí con intención, se halla una mazmorra. Un maniquí semidesnudo, al que solo cubren un tanga oscuro y un collar digno del vocalista de un grupo de punk, es el único prisionero. En las paredes aparecen dos escritos, ambos relacionados: “Cámaras de vigilancia en grabación 24 horas”. “Prohibido golpear con paletas, fustas y látigos”. Esas notas están ahí por algo, sin entrar en detalles, más de una vez ha habido un susto. “Con la tontería uno se dio en el ojo y casi se queda tuerto”, señala Curro desde el mostrador.
Sara, una chica de pelo rizado castaño, con gafas y un jersey marrón llega buscando unas pinzas para los pezones. Al acercarse a la mazmorra, su amiga “lo flipa”.
—Tía, imagínate al Antoñito con algo de esto, como no es agresivo ya sin nada—, suelta con mucha espontaneidad.
—Paula, por favor—, responde su amiga riendo a consecuencia del inesperado comentario.
El momento de más éxito del apartado sadomasoquista lo originó el estreno de Cincuenta sombras de Grey. Hubo un boom de ventas: antifaces, látigos, bolas chinas. Aunque muchos compraban por el morbo sin tener una teoría previa. “Este tipo de juegos tienen unas reglas, no es llegar, golpear y se acabó. Las cosas que salen en la película son una tontería”, avisa un Curro crítico y al que la película no le causó demasiado agrado.
Pasa la tarde, y la gente. Aparece una señora, la que más edad aparenta de todos los clientes del día. Observa varios productos. Quiere saber cuál es el uso exacto, qué efecto provocan. Pregunta sin pudor y escucha con atención las explicaciones del dependiente. Se termina llevando un juego de cartas. Sex Play. Claro alarde que el sexo, al igual que el amor, no tiene horario ni fecha en el calendario. Los clientes más veteranos son a los que se atiende con más gusto, los que se muestran más desinhibidos y sin ningún tipo de complejo. Quieren seguir disfrutando.
Unas cajas grandes con formas de torso y órganos genitales sobresalen entre el resto de productos en las estanterías. El precio también destaca por encima de los demás. 177 euros. En la caja pone megamasturbadores, pero su nombre común es torso. El tacto es similar al de una persona real y se vende sobre todo para hombres, que son mucho más simples de satisfacer que la mujer por la variedad de posibilidades, o al menos así lo señalan los expertos.
Las recomendaciones de los vendedores son importantes. Hay clientes que no le dan a los juguetes el uso correcto. “Conozco a gente que ha terminado en el hospital por usar juguetes anales que no tenían tope. Introducirlo es muy fácil, extraerlo no tanto”, cuenta un Curro a medio camino entre la gravedad de la situación y la comedia. Eso sí, no son una ciencia exacta. No todo el mundo queda satisfecho.
—Oye, que he probado esto y no he sentido gran cosa—, llega algún cliente quejándose.
—¿Y qué quieres? Yo ahí no puedo hacer nada—, le toca responder a Curro.
Avanzan las horas, queda menos para cerrar. Nuevo intento de llamada para saber sobre los paquetes, siguen sin llegar. Esta vez hay respuesta. Ha habido un error y no se han enviado al destino correcto. No estarán hasta mañana como mínimo.
El sol ha caído. Desaparece la gente. Los únicos que no se mueven son Buda y la teniente anal. El día ha sido una montaña rusa. Aún queda el climax, el fin de semana. Ahora es momento de descansar, al menos por unas horas. La tentación se diluye. La sensación vuelve a ser fría, como al principio.
Rafael Pozo es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.